Cuando se formó la columna invasora número 8, que dirigiría el comandante Ernesto Che Guevara en el intento llevar la lucha del Movimiento 26 de Julio al resto del país, podía haberse elegido para identificarla el nombre de muchos cubanos insignes que, en anteriores contiendas libertadoras o en la de aquel momento, habían escrito páginas de valor inolvidables.
Sin embargo, sería un joven artemiseño, Ciro Redondo García, combatiente del Moncada, preso en Isla de Pinos, expedicionario del yate Granma, sobreviviente de la balacera y la percusión infernal en Alegría de Pío y participante de la toma de varios cuarteles en la Sierra Maestra, caído en el combate de Marverde, quien daría nombre a la agrupación rebelde encabezada por el célebre comandante argentino-cubano.
Un balazo en la toma de Marverde cerraría los ojos para siempre de quien, junto a otros 27 artemiseños, formaría parte de la tropa en la cual Fidel confiaría para cambiar los destinos de Cuba, trocados y vapuleados desde que el 10 de marzo de 1952 el dictador Fulgencio Batista se encargara de dar el clásico pistoletazo a la democracia burguesa instalada en la nación caribeña el 20 de mayo de 1902.
El comandante Ciro Redondo se había destacado sobremanera en los combates de La Plata, Arroyo del Infierno, El Uvero y El Hombrito y, por sus condiciones excepcionales, había formado parte del Estado Mayor del Ejército Rebelde, méritos que le hicieron ganar el respeto y la admiración del Che Guevara, quien, tras la caída de Ciro, indicó poner en una cruz de madera colocada en el lugar de su caída: “Enemigo, respete esta muestra de dolor por un adversario digno”.
Este hijo de Artemisa, nacido el 9 de diciembre de 1931 apenas contaba con 26 años cuando cayó el 29 de noviembre de 1957. Su madre, Clara García, más de una vez dudó de la muerte de su hijo. Los medios de entonces, en su afán de ningunear la presencia de Fidel en La Sierra, no solo negaban que el líder del M-26-7 se mantuviera con vida, sino que los hombres suyos también la conservaran.
Pero antes, desde el Moncada, la zozobra había invadido el cuerpo y el alma de Clara con aquellas noticias terribles, aunque una carta de cierta Desconocida de Santiago de Cuba (a la postre la destacada periodista Marta Rojas) le hubiera advertido que Ciro Redondo seguía en este mundo, con sus intensos ojos negros y muy seguro de todas las razones por las cuales se había enfrascado en la lucha revolucionaria.
Once días después de la tragedia, la noticia de su muerte llegó a Artemisa, envuelta en muy serias dudas. No era para menos. Tiempos revueltos y prensa manipuladora suelen darse la mano. Pero la noticia era dolorosamente cierta, aunque Clara continuara dudando de su veracidad.
Con Ciro sucedió como en aquella hermosa canción compuesta por María Elena Walsh, inmortalizada por la voz de Mercedes Sosa y titulada Como la cigarra: “Tantas veces me mataron. Tantas veces me morí. Sin embargo estoy aquí resucitando”.
La incrédula y amorosa madre de Ciro acabaría por confirmar lo anterior, cuando ya convencida de que su hijo no volvería jamás a abrazarla, aseguró conmovida: “Él vive… aquí y en toda Cuba”. Y en eso no se equivocaba.