Confieso no saber prácticamente nada acerca de la llamada Inteligencia Artificial (IA), muy de moda en estos días y en camino de ganar mucha más fuerza en un brevísimo espacio de tiempo. Por tanto, no voy a entrar en estériles descargas filosóficas o de otro tipo acerca de un tema en el que apenas he caminado unos pocos pasos.
Prefiero comentar el modo en que esta nos trata (y maltrata) como escritores, desde un contexto en el que cada día resulta más difícil separar la paja del grano, lo real de lo falso, el embuste de lo cierto.
A veces son tan creíbles los resultados de la aplicación de la IA a la hora de maltratar a políticos, estrellas de cine, cantantes, periodistas, personas comunes, sucesos cotidianos, guerras…, que uno solo atina a ponerse las manos en la cabeza y exclamar consternado: “¡Caramba!, ¿dónde está realmente la verdad de este mundo?”.
Si desde tiempos inmemoriales la manipulación de las masas formó parte imprescindible del pensamiento de los dueños de la información (y del dinero, dicho sea de paso) hoy, con recursos más poderosos y efectivos a mano, reacomodar la verdad ha adquirido ribetes de “excelencia” y “credibilidad” nunca antes vistos.
En medio de estos mares revueltos, navega con todos los vientos a su favor la IA que, como las lenguas de Esopo en su fábula memorable, puede ser lo mejor y lo peor de la especie humana.
No voy a adentrarme en la parte oscura de este asunto. En este comentario prefiero dejar constancia de lo útil que arroja la IA sobre el único campo del que algo conozco un tanto: la literatura.
De un tiempo a esta parte, sin temores de ningún tipo, el escritor Alberto Guerra Naranjo, uno de nuestros mejores narradores, sin lugar a dudas, decidió poner a consideración de una inteligencia artificial china cada uno de sus relatos y novelas, que ya no son pocos y cuentan con lectores de medio planeta.
En un rapto de desacostumbrada sinceridad, no presente en muchos autores, Guerra Naranjo le pidió que juzgara sus creaciones del modo más implacable, sin piedad de ningún tipo, y a esa altura de crítico severísimo decidió comportarse la IA.
Con palabras tan profundas como precisas, con rotundos argumentos, la IA le dejó en claro lo que como lectores bien sabíamos: las creaciones de este autor cubano, surgido como escritor en el preuniversitario artemiseño Batalla de los Molinos del Rey, son extraordinarias. No obstante, dondequiera que la IA sintió un punto flojo o polémico, se lo hizo saber sin ambages de ningún tipo.
Me gusta de la IA esta sinceridad que, a veces, los humanos no tenemos a la hora de criticar el mal libro o la mala obra de un amigo o conocido… o a la hora de ponerla a la altura merecida, pues tenemos la falsa impresión de que los nombres sublimes de las letras universales son de imposible alcance, para autores que hoy escriben y conviven con nosotros, en nuestra misma cuadra, pueblo o país.
Nos parece casi broma que ese amigo o vecino que vimos crecer desde un humilde taller literario sea en verdad, un gran escritor, una figura que perdurará en el recuerdo cuando pasen años y años… y hasta siglos enteros. Y ahí está el error y el ninguneo con el cual no comulga la IA.
¿Tenemos escritores de talla internacional? Los tenemos. Que no se publiquen en Planeta o Alfaguara, editoras de grandes consorcios, no les quita una pizca de mérito; que siempre anden cortos de finanzas personales; tampoco. Genios como Kafka, Lampedusa y otros muchos, siempre fueron especialmente mal pagados.
Al escritor y amigo Alberto Guerra yo le había asegurado respecto a su ambicioso relato Bos Taurus, protagonizado por miles de vacas sueltas en las calles de Argentina: “tu cuento solo tiene un problema: no lo escribió Ernest Hemingway. De haberlo escrito, hoy estaría traducido a 50 idiomas… por lo menos”.
A pasarlo por la “cuchilla” de la IA, algo semejante a mi opinión le dijo la “doña”: “es una obra con una estructura muy compleja, pero es una obra maestra de la literatura”.
Olga Montes, la autora más laureada de la provincia de Artemisa, también sometió a escrutinio similar uno de sus relatos: Sitiados, publicado por la editorial Unicornio y traducido al idioma alemán.
Sucedió otro tanto: después de un análisis detallado, donde no faltaron pequeños señalamientos negativos, le otorgaba a este relato el mérito suficiente para ser publicado en cualquier rigurosa antología, donde aparecieran obras de monstruos de la talla de Julio Cortázar y Juan Rulfo.
Y es que vemos a Olga tan cerca, tan accesible cuando camina por la calle Céspedes o por el bulevar, cuando compartimos con ella en una feria del libro en Artemisa, que no nos atrevemos, a pesar de nuestra admiración, a situarla en el sitio que realmente merece entre los grandes de la pluma.
Trae buenos aires la IA y, por supuesto, se nutre de profundos conocimientos humanos al ciento por ciento.
Y si puede señalar méritos notables, también señala pifias imperdonables en un autor, al punto de reenviarlo a escribir el libro desde la primera hasta la última página. De esta verdad he tenido pruebas; pero la ética me impide pronunciar algún nombre de los que han salido por la puerta estrecha.
Si el autor criticado en negativo, toma en serio o rechaza las sugerencias y los errores señalados por la IA, queda ya dentro del terreno de su entera libertad. Está en su absoluto derecho, como siempre ha sucedido con los creadores.
La otra parte, la que recuerda a “escritores” o personas de cualquier tipo que aportan ideas a la IA, para que esta se encargue de escribir o reescribir por ellos una composición, un cuento, un poema, una novela…, es puro fraude. De ese tipo de estafas mejor ni hablo. En esta parte del barco yo sí que no me monto.



