El vendedor de jabitas plásticas dispara un gruñido antes de decirle a la posible compradora de “su producto”: “ahora valen quince pesos”. La posible compradora lo mira con una mezcla de asombro y repulsa; pero el hombrecito no se inmuta y vuelve a repetirle, a sangre fría, el mismo precio.
Como subieron los precios de todos los productos en el mercado, pues él también decidió lo mismo sobre el precio de sus jabas, porque también, como los vendedores de carne, las frutas y viandas y los “mipymeros”, tiene derecho a ganarse la vida del mejor modo.
A fin de cuentas, si él no fabrica jabitas, quienes venden otros productos, al parecer mucho más importantes, tampoco crían animales ni siembran ni cosechan viandas y frutas.
Sabe el vendedor de jabitas que una fuerte filosofía de la ganancia a como dé lugar, se va imponiendo entre nosotros. Un dale al que no te dio ha tomado peligroso voltaje y en esa carrera tan loca y desalmada, como la vista en la novela ¿Acaso no matan a los caballos?, de Horace McCoy, se han implicado ya, cuantos pueden incluirse en algún carril de una pista tan implacable.
Hasta hace apenas unos años en Cuba, no eran pocos los productos alimenticios que escapaban de las tablillas de precios encendidos. Con esos humildes productos se podía maniobrar perfectamente dentro de la cocina más humilde y lograr una alimentación medianamente decente.
Chícharos, croquetas, chorizos, calabaza, vísceras, clarias, empellas, chicharrones, manteca de cerdo, pan de libra, entre otras opciones, formaban parte de un surtido al cual podía accederse con escasas erogaciones monetarias y, si bien no tenían un glamour alimentario de altura, si paraban bien en seco, esa ausencia escandalosa de libras que ya no queremos de ninguna manera mostrar al espejo.
En tono espantado me contaba el escultor marieleño Héctor Caro Acosta que una calabaza le había costado ¡más de mil pesos! ¡Vaya horror!, hubiera dicho de nuevo el gran Willy Colón.
Una calabaza, madre mía, que nace silvestre en el patio menos pensado de este país, y sin invertir en ella una sola gota de agua o fertilizante, crece y produce sin parar.
Pero los vendedores de estas “minucias alimentarias”, incluyendo las dichosas jabitas, dejan patitieso a cualquiera de los mortales.
Anda complicada la historia del caos en los precios. Andan verdaderamente a manga por hombro.
Mientras tanto, el hombre de las jabitas deja de gruñir cuando ve que la posible compradora de “su producto”, decidió no comprarle nada “por abusador”. “Ya te acostumbrarás al precio, cariño, ya te acostumbrarás”, dice tiernamente y vuelve a respirar con la conciencia absolutamente tranquila, pensando, tal vez, que “sus jabitas” en verdad siguen siendo muy baratas.