Cuando caen los apagones siniestros, con toda su bofetada de calor eterno y el tiempo parece detenerse para no avanzar nunca más, vuelve uno a cuestionarse mil veces la vida, a preguntarse qué tiene sentido en medio de tanta adversidad inagotable.
Me hago esas preguntas y me hago otras y, cuando parece que estoy ya vencido, vuelvo a sacar la cabeza del mar en que se ahoga mi optimismo y empiezo la batalla de nuevo.
Mis familiares y amigos saben cuánto he disfru- tado recientemente un “casi premio” muy importante que estuvo a punto de tocarme y que seguramente hubiera causado un terremoto en mi vida de hombre, periodista y escritor de 61 años.
No sucedió el hermoso milagro del premio. Tocó finalmente a otro autor. Enhorabuena para él…y enhorabuena para mí, porque la “derrota”, lejos de amilanarme o conducirme a la depresión, me llevó a tomar nuevas fuerzas, para seguir ejerciendo algo de lo que más amo en esta vida: escribir.
Días de tensos apagones y ninguna computadora me acompañaron en los días previos al envío de mi obra al concurso. Pero un amigo generoso, el dramaturgo y poeta Juan José Jordán, puso en mis manos su laptop para que, en plena madrugada y desafiando la vuelta de los apagones, pudiera yo concluir los cuentos que acabarían integrando el libro, para enviar al importante certamen literario.
Anda hoy mi amigo por Colombia, impartiendo conferencias y regalando abrazos, y hasta allá, sin pensarlo dos veces, le mandé mi agradecimiento: “no gané el premio finalmente, hermano, pero tu ayuda fue incalculable para que yo concursara”. Jordán, hombre talentoso, pero de suerte humilde, me respondió con una sinceridad indiscutible: “No te preocupes, se gana y se pierde en los concursos, envía tu libro a otro certamen…y no te quejes tanto”.
Adiviné desde Caimito la risa que lo acompañaría mientras en Bogotá o Medellín tecleaba esta última frase. Adiviné cuan útil se sentiría tras haber echado rodilla en tierra por un amigo quejumbroso, pero fiel, que, a fin de cuentas, sí estaba sumergido en escribir ficciones de madrugada era porque la belleza de la vida lo seguía inspirando.
A mi hija María Fernanda, eterna ganadora de concursos, suelo decirle: “son muchos más los que se pierden que los se ganan, apréndelo, pero no es posible ceder ante ninguna derrota”. Se lo digo de corazón y lo cumplo. Caigo en un concurso, me duele la derrota un segundo apenas, y vuelvo a la pelea.
No es, a fin de todo, la realidad específica de los concursos. Es la realidad de la vida. Y la de este servidor, por suerte, tiene mucho de aquello que cantó Sabina: “como el aire lo regalan y el alma nunca la empeño, con las sobras de mis sueños me sobra para comer. De qué voy a lamentarme. Bulle la sangre en mis venas. Cada día al despertarme me gusta resucitar, y a quien quiera acompañarme le cambio versos por penas”.
Sí. De eso se trata, de que el más duro apagón nunca te venza, que te duela como a cualquier humano consciente de que sin servicio eléctrico poco podrá avanzar un país, no porque lo jure este humilde escriba, sino porque el mismísimo Lenin lo dejó bien en claro en una de las tareas inmediatas del Poder Soviético en 1917, recién conseguido el triunfo revolucionario de los bolcheviques: electrificar es imprescindible electrificar el país entero o no habría desarrollo posible en el país de los Soviets.
Jordán, el amigo distante ahora y pronto por estas tierras de nuevo, tiene razón: las quejas en demasía solo profundizan las amarguras del camino. Quejarse es un acto legítimamente humano y obtener respuesta por nuestras quejas siempre debe ocurrir. Pero la vida siempre es un concurso más hermoso y tentador.