Pensaba, sinceramente hablando, que irrumpiría en la llamada Tercera Edad al arribar a los 70. Y pensaba de esta manera porque los tiempos y los conceptos científicos han cambiado tanto, que uno llegó a creer que los 60 años no eran ya la entrada a esta parte de la vida, sino diez años más adelante… por lo menos.
Me equivocaba. La gentil doctora Aleida, al escuchar que andaba yo paseando en los 60, me sacó del error cuando me dijo a las claras: “Bienvenido a la Tercera Edad”.
Sí, soy un hombre en el periodo de la existencia humana que tantos temen, y ya ni siquiera cuento 60, sino 61, una cifra que puede asustar si no le toma con todo el riesgo, los desafíos, la belleza y la novedad que ella implica. Por este motivo, y por otros muchos de bien, recibí con especial agrado la invitación de la asesora literaria Clara Isabel Martínez Ravelo para compartir con ella y la instructora de danza Yohanna Pérez Capote el espacio multidisciplinario que, cada martes de este verano, tiene lugar en la Casa de los Abuelos de Bauta.
Clara Isabel fue muy precisa al respecto: “a los viejitos les encanta reírse, nada de tristezas, llévale temas literarios que los pongan contentos”. Pues nada mejor que reírse entonces con los picantes ver- sos del Decimerón, una antología del poeta, editor e investigador villaclareño Yamil Díaz Gómez, la cual, obviamente, voló de las librerías en un santiamén.
Al siguiente martes nos fuimos a reír de nuevo, pero esta vez con la poesía provocadora y las sabrosas anécdotas del siempre desafiante Francisco de Quevedo y Villegas, uno de los grandes bardos del Siglo de Oro español.
“Otros lloran, yo me río,/ porque la risa es salud,/ lanza de mi poderío,/ coraza de mi virtud”, decía Guillén. Perfecto. Pues entonces que la saludable risa no falte en cada encuentro de los martes.
En el tempranero viaje hasta la Casa, Yohanna se queja de un calor delirante que aturde los sentidos y quema la piel. Parece que no anda de muy buen ánimo. Pero es solo apariencia.
Apenas cruza el umbral de la Casa de los Abuelos, una metamorfosis total ocurre en ella, una fuerza telúrica la invade, enciende el equipo de música, hace sonar una conga, un mambo, un chachachá y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, pone a bailar a todos. Algunos viejitos dan muestras de cuán buenos bailadores fueron en tiempos distantes. Algo de aquella cadencia no se les ha perdido. Otros, con menos habilidades, siguen el ritmo de Yohanna con pasitos más modestos o con un risueño entrechocar de manos. Pero todos se divierten de lo lindo.
Aunque mi experiencia se limita a un par de presentaciones, y a varias que están en camino en el resto de julio y todo agosto, con anterioridad, el proyecto La hora del café, había hecho disfrutar del arte de la décima a todos los miembros de la Casa.
Y lo ha disfrutado de manera especial la doctora María Margarita Rodríguez Melconchiny, una mujer altamente sensible a los influjos de la poesía, capaz de recitar de memoria antiguas espinelas, porque de su padre decimista le vino, si no la destreza para escribirla, sí la vocación para amarla y promoverla.
Corren tiempos duros. Durísimos. Decir lo contrario es andar con un absurdo capirote puesto en los ojos. Pero la belleza debe resplandecer y salvarse, aun en medio de los temporales más furibundos. Y es preciso que en ese acto de salvación cuenten especialmente los adultos mayores.
En buena medida, de eso se trata con la concreción de este proyecto, donde se mezclan sabrosamente La hora del café, de Clara Isabel, con el Danzar es vivir, de Yohanna.
Y detrás va la mano de María González, directora de la Casa Municipal de Cultura Mirta Aguirre, y de trabajadores de la Casa de los Abuelos de Bauta, quienes, en condiciones bien difíciles hasta para cocinar los alimentos, echan rodilla en tierra para que los ancianos nunca dejen de sentirse parte importante de este país, por el que tanto trabajaron siempre.