Después de conocer que al poeta, novelista y dramaturgo noruego Jon Fosse le había tocado el privilegio de ganar el Premio Nobel de Literatura 2023, recordé a un inmenso autor francés que había obtenido este mismo reconocimiento en 1957: Albert Camus.
Este novelista aportó a la historia de la literatura universal títulos tan memorables como El extranjero y La peste y, tras recibir el galardón sueco, decidió escribirle una carta de agradecimiento a quien fuera su maestro en el colegio.
En una breve misiva, Camus le asegura al desconocido maestro Louis Germain que, al recibir el Nobel, pensó primero en su madre y después en él, porque había previsto la posibilidad de que el talentoso niño llegara lejos y decidió protegerlo.
La madre del novelista, mujer analfabeta, pobre, sordomuda y sin esposo, solo estaba en condiciones de encaminar a su pequeño hijo hacia algún oficio modesto para subsistir, pero nunca a los ámbitos del arte y la literatura.
“Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiera sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí”, reconoce Camus de manera diáfana y contundente.
Y concluye afirmando:“Le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso, continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido”.
Es, sin dudas, una carta bellísima, impregnada del más conmovedor humanismo, carta que recordé recientemente, cuando en la Casa de la Cultura Mirta Aguirre, en Bauta, un encuentro sirvió para recordar a decenas de instructores de arte que, a lo largo de varias décadas, contribuyeron a la formación de incontables músicos, artistas visuales, escritores, bailarines…
Algunos de estos instructores, como Exequiel Sánchez Silva, Carlos Jesús Cabrera y Osvaldo de la Caridad Padrón, realizaron de manera paralela una significativa obra personal.
Sin embargo, el resto se dedicó en cuerpo y alma a las labores de pedagogía, a enseñar los secretos del
mundo de una guitarra, a empuñar un pincel, mover el cuerpo acompasadamente sobre un escenario o
a contar con letras las historias y el lirismo que llevaban dentro.
El propio Osvaldo de la Caridad, en un esfuerzo extraordinario de su memoria, intentó nombrarlos a todos, pero a tanto ascendía la histórica cifra de instructores, que varios de los presentes en el homenaje debieron socorrerlo y aportar varios nombres no mencionados involuntariamente por Osvaldo.
El trabajo sostenido de los instructores de arte siempre rinde frutos, siempre acaba aportando prospectos que, en unos pocos años, subirán a los más importantes escenarios de Cuba y el mundo, escribirán relatos y poemas dignos de ser publicados por las más exigentes editoriales, levantarán esculturas para embellecer el entorno o pintarán caricaturas, murales y lienzos para dignificar publicaciones, plazas, ciudades, museos…
Serán entonces reconocidos, como hoy lo son muchos de los alumnos formados inicialmente por modestos pero exigentes instructores de arte. Por eso sería loable que cuando las glorias del triunfo toquen a sus puertas, tengan muy presente el mensaje de esta agradecida carta de Albert Camus.