He confesado más de una vez que con las librerías y bibliotecas mantengo, desde tiempos infinitos, una relación amorosa que he decidido calificar de eterna, pues en ambas está contenida, “de manera pública y notoria”, la razón de mi existencia.
Las librerías me han nutrido de infinidad de títulos de autores de todo el planeta, a muchos de los cuales considero mis verdaderos maestros, en tanto las bibliotecas me han proporcionado obras que, ya sea por sequía monetaria o por el hecho de que no se han publicado en Cuba, o porque ya se agotaron todos los ejemplares, no he logrado tener en propiedad.
Pero las bibliotecas no son exclusivamente centros de información, lecturas, quietud y recogimiento, sino que se han abierto a otras experiencias, también necesarias, como talleres literarios, conferencias, conversatorios, homenajes, exposiciones, proyección de audiovisuales…, valiosos condimentos que sazonan con sabiduría estos inmuebles cargados de hermosas ofertas en formato de libro, uno de los inventos fundamentales en toda la historia de la civilización humana.
Un invento definitivo que, en formato de papel o digital, será insustituible y el mejor modo de que un ser obtenga conocimientos fundamentales para actuar en la vida y transformarla para bien de la especie.
Desgraciadamente, de esta verdad parecen no darse cuenta quienes piensan que el mundo nació a partir de Internet y nada interesante queda por buscar en ese pasado analógico, como si una civilización de siglos y siglos no formara parte de ese pasado, y el libro, en específico, no fuera parte de lo más preciado que puede encontrarse en el ámbito digital, más allá de las noticias baladíes y los chismes de toda laya y calaña.
A esos y esas que piensan que el mundo nació con Internet, sería bueno refrescarles la ignorancia con la información de que parece poco probable que autores como Shakespeare, Cervantes, Sor Juana Inés, Tolstoi, Dostoievski, Balzac, Victor Hugo, Martí, Darío, Borges, Vallejo… tengan ni superiores ni sustitutos. A ellos, desde las librerías y las bibliotecas en cualquier formato, habrá que volver siempre.
Y qué decir de la labor de quienes trabajan en cada una de nuestras bibliotecas, de quienes alumbran el camino de quienes llegan a sus salas en busca de información y solo puede ayudarlos una mano generosa y un conocimiento seguro sobre cada autor presente en los diversos estantes.
Hace apenas unos meses, el 19 de diciembre, cumpleaños 112 de ese gran poeta origenista nombrado José Lezama Lima, tuvo lugar la reinauguración de la biblioteca municipal Antonio Maceo, en Bauta, tras ser cortada la cinta de ocasión por la eminente bibliógrafa Araceli García-Carranza Bassetti, un hecho que llenaba de nuevas glorias un espacio bendecido por innumerables acontecimientos culturales.
Todo lo contrario, por desgracia, sucede con la biblioteca municipal Nena Villegas, en Caimito, donde un colectivo de amables bibliotecarias lamenta las condiciones tan desfavorables de un inmueble, donde la luz de las lámparas (imprescindible para los lectores) es bien escasa, y las filtraciones (veneno para los libros) son amplias y demoledoras cuando la lluvia hace acto de presencia.
Sufro cuando veo libros destruidos o mojados, casi siempre sin salvación posible. Sufro porque es conocimiento trocado en ruinas. Este no debería ser el fin de aquello que se escribió durante días y noches de intenso pensar.
Aseguraba otro de los puntales del origenismo, el reconocido poeta y narrador Cintio Vitier: “La biblioteca, en suma, aunque parezca el lugar más quieto del mundo, en las almas ejecutantes de sus servidores y usuarios, se mueve siempre hacia el este, hacia donde sale el Sol”. Y remataba con esta hermosa imagen: “Las bibliotecas son templos de la creación humana, la que nos pertenece a todos”.
Suscribo de principio a fin esta certeza del autor de Ese sol del mundo moral, ahora que está por celebrarse el día del bibliotecario, el 7 de junio, fecha de nacimiento del eminente bibliógrafo, periodista y escritor Antonio Bachiller y Morales.
Siempre se dio como cierto el hecho de que la primera biblioteca del mundo, en Alejandría, Egipto, terminó en cenizas, gracias a un error del emperador romano Julio César en el año 48 a.C. o a la rabieta de su enemigo, el califa Omar. Las dos versiones han rodado infinitamente por los predios de la Historia Universal.
Quiero creer que este hecho doloroso y esta pérdida irrecuperable no volverán a repetirse jamás. Cada biblioteca, con sus mayores joyas, los libros y sus bibliotecarios, merecen estar a salvo de incendios y destrucciones de cualquier clase, porque las luces más claras y largas del universo habitan dentro de ellas y alumbran potentes hacia todos los corazones y las almas.
Una biblioteca, para decirlo en el tono del inmenso Borges, sirve, definitivamente, para aclarar muchos de los más grandes misterios que han acompañado al hombre desde su existencia. Y esta virtud, sin dudas, no es poco mérito.