Hace apenas unos días pasó frente a mi casa un trabajador de cultura, quien, entre espantado y sonriente, me contó que en su bodega no habían vendido el pan esa mañana porque había llegado bajo de peso.
No importa que decenas de clientes esperaran por el más universal de todos los alimentos. Había llegado bajo de peso el dichoso pan nuestro de cada día y no se iba a poner a la venta por culpa de su raquítica estampa.
Más tarde, al pasar frente a mi bodega, descubrí que también otro grupo de clientes esperaban por una decisión definitiva, que les pondría el pan en sus jabas o lo dejaría eternamente dentro de la bodega, a la espera de algún milagro divino que los engordara un tanto, o de alguna decisión que ordenara venderlo a menor precio… o entregarlo gratuitamente.
Finalmente, ya destrabado el camino, el pan, con su mismo irrisorio peso, fue vendido al precio de siempre: un peso, y esto no es un trabalenguas, sino el pan nuestro de cada día. ¡Mire usted qué enredo lingüístico!
La historia de los vaivenes del pan de población en Cuba se pierde en los confines del tiempo, al punto que hasta dio pie para que humoristas de la talla del ya desaparecido Carlos Ruiz de la Tejera y Luis Silva (Pánfilo) declamaran verdaderos clásicos en relación a este, y Carlos Ruiz acuñara un nombre tan fatal como risueño para definirlo: el antipán.
Pues resulta que el antipán suele aparecer cada día en nuestras bodegas, un antipán que, según mi amigo, el ya extinto doctor Roberto Rodríguez, “es muy saludable porque no contiene ni harina, ni grasa, ni sal” y, en la mayoría de las ocasiones, salvo el chiste o la queja no muy alta que provoca, acaba por irse a casa con los clientes.
Curiosamente, su tamaño crece hasta alcanzar los 80 gramos requeridos cuando se anuncia que una inspección anda “chapeando bajito”. Lo prueba la sabiduría popular cuando afirma: “hoy el pan está bueno y tiene el tamaño adecuado, ponle el cuño que los inspectores andan por ahí”. Fatales andarán siempre las cosas si todo lo decide la presencia o ausencia de un equipo de inspectores.
Siempre intento ser flexible y puedo creer que la harina y las condiciones para confeccionar el pan de la población en la actualidad no son las más adecuadas, y de ahí su baja calidad. Pero, por favor, que el tamaño, la textura, el peso y la calidad del pan no crezcan milagrosa y groseramente en los días en que una inspección tocará de seguro las puertas de las panaderías o arribará a las bodegas. No se afanen en la mentira. No les agradecemos que nos tomen por tontos.
“Pan, panadero, quiero pan, dame el rabito del lechón”, rezaba una canción de ese clásico del sucu-suco nombrado Mongo Rives. De la segunda parte mejor ni hablo. De la primera lo hago para ver si nuestro pan de cada día, por fin, acaba por parecerse a un pan… y perdonen el trabalenguas.