Hace apenas unos días tuve otra vez la suerte infinita de escribir sobre el Bosque Martiano del Ariguanabo y su fundador Rafael Rodríguez, popularmente conocido como Felo.
Dejé expuesto en ese artículo que Felo, también conocido como El Mambí, “tiene la manía de hablarles a los árboles con palabras tiernas y desearles mucha salud”.
Otro amigo querido, el escultor Héctor Caro, de visita por los campos de Zayas, en Mariel, halló a su paso un magnífico árbol centenario y terminó abrazado a su tronco, como si aquella planta antiquísima fuera también un amigo entrañable más.
Confieso que desde el día en que Felo decidió obsequiarme dos matas de anón, entonces muy lejos de parir, yo también terminé por hablarles a las plantas, elogiar en voz alta el modo tan bello en que crecen y las frutas tan dulces que suelen regalarme.
Le he hablado con verbo amoroso no solo a ellas, sino a la espléndida de ciruelas chinas, que retó como heroína el paso del último ciclón por Artemisa.
Y le hablo a la yuca que crece y amenaza llegar al cielo, y a las matas de guayaba, que muy pronto me darán sus maravillas.
En medio del avance de esta vegetación tan útil, me pregunto: por qué no lo hice antes, por qué perdí tanto tiempo si siempre estuve convencido, como mi amigo el escritor Eric Pérez, de que todo sale de la tierra.
Sí, definitivamente todo sale de la tierra y de ella debe salir toda nuestra prosperidad como nación, pues ni petróleo, ni minerales, ni oro, ni diamantes a granel tuvimos ni tendremos para llevar el país adelante y encontrar una manera más holgada de vivir.
El suelo cubano es tan bendito que durante siglos produjo un azúcar exquisito y voluminosa de fama mundial, un café de primera línea y aguacates para respetar.
Y hasta manzanas vio nacer en algunos terrenos, como para dar por sentado que, en materia de agricultura, en el caimán antillano cualquier milagro podía suceder.
Causa dolor entonces que tanta tierra buena esté sin cultivar, tragada impunemente por las malas hierbas y el marabú. Causa dolor saber que en ellas solo crece la nada que a nadie alimentará.
A más de uno puede parecerle locura el hecho de hablar a los árboles y abrazarlos. O tal vez le parezca cosa de artistas fabuladores. Les dejo el derecho de pensar de ese modo. Mas yo creo que a Cuba no le queda casi ningún camino que apostar por su agricultura, por una agricultura fuerte, mejor que la perdida tras una larga tradición y a tono con la soñada por Fidel, incansable caminante por los campos cubanos, conversador de largas horas con los grandes productores campesinos y promotor de planes que arrojaron respetables producciones de leche, carne y cítricos en nuestra provincia.
A mí, en verdad, no me parece un gesto loco, cosa de artista fabulador, el hecho de abrazar un árbol o conversarle. Y es que tengo la profunda impresión de que al venerar un árbol, se venera a una civilización entera, a una joya vegetal que regala sombra refrescante o frutos jugosos, o ambos tesoros juntos para bien infinito del hombre.


