Hubiera querido que estas palabras dedicadas a la muerte del pintor Juan Carlos Muñoz Alfonso, El Taco, llevaran, en lugar de mi firma exclusiva, la firma de todos aquellos que en vida lo apreciaron y admiraron como artista, amigo o directivo de la Uneac, o como las tres cosas juntas.
Tanto se ha dicho, tanto bueno y sincero desde su día final hasta hoy, que jamás me sentiría dueño absoluto de lo que ahora escribo para honrar el legado de su paso por la Tierra.
Hace apenas unos días, con motivo de la Jornada de la Cultura, escribí sobre la impronta fecunda de El Taco, uno de los tres creadores artemiseños a quienes se dedicó esta hermosa y patriótica jornada.
En unas breves palabras escritas en un mensaje telefónico, me agradeció el escrito y yo le di como respuesta la mejor de las que siempre tuve a mano: “guapea y recupérate pronto, no dejes de pelear nunca, mucho tienes que pintar todavía».
Pero la muerte ya estaba ahí, esperando por un artista que mucha vida regaló a sus cuadros y a la cultura de la nación donde no había nacido, pero que siempre sintió muy suya.
Su muerte me hizo recordar otra muerte, la del poeta y amigo Carlos Jesús Cabrera, con un dolor sin fondo porque debía partir en el instante en que más proyectos literarios tenía en la cabeza.
El Taco también debió sentir que moría dos veces: como hombre y como artista. Estas dos muertes posibles debieron dolerle como casi nada humano duele en este mundo.
O tal vez no fue así. Eso quiero pensar. Quizás algo de bálsamo halló en el hecho de dejar como huella imborrable de su paso entre nosotros, una obra fecunda a la que muchas veces deberemos volver, porque siempre seguirá espléndida y viva.
Sería un tanto ocioso repetir lo mismo que hace poco repetí. Prefiero ahora leer y sentir lo que tantos han escrito y sentido tan bien.
Juan Carlos Muñoz, o El Taco simplemente, se nos acaba de ir. Pero su obra no se irá jamás. Al menos en esa parte la muerte, que casi todo o todo lo puede, jamás lo podrá lograr.


