“Acuéstate en el sofá, que voy a atenderte”, me dijo amablemente la geriatra Aleida Santana en la sala de su vivienda, el día reciente en que debí requerir de sus servicios.
Acudía a sus manos por un problema de salud y porque nadie como ella, siempre profesional y gentil, era la más adecuada para atender a este hombre que soy yo, entrado en la tercera edad desde hace tres años.
Es admirable la paciencia y la dulzura de esta mujer, es admirable el modo en que significa la condición humana, desde su puesto en la medicina de hoy y dentro de Caimito.
En uno de los tantos y buenos homenajes que suele regalar la escritora Cecilia Valdés Sagué a los hijos más valiosos de Caimito, sean profesionales o simples trabajadores, esta creadora llegó a escribirle con toda justicia:
“Por gente como Aleida, de los que eligen servir, aliviar, es que existe gente como nosotros, los de la vida con esperanza, los que confiamos en el remedio, los que con solo tocar el marco de su puerta respiramos aliviados”.
Ni una sola letra falsa hay en este escrito. Y si recuerdo de manera muy grata mi reciente visita a la doctora Aleida, al margen de su dictamen, a la que otras veces visité por iguales razones, como si su vivienda se tratara de un consultorio o un policlínico, bien puedo recordar a la doctora Marlén Carbó, especialista de piel y un amor de persona, como solemos decir aquí, igual que su vecina la pediatra Olguita, las estomatólogas Cory, Rebeca y Eribel o la doctora Sonia.
Durante toda una vida he sufrido de los terribles cálculos renales y, hace ya varios años, sufrí una crisis permanente que me arrojó, de manera diaria y por casi seis meses, en brazos y agujas de todas las enfermeras del policlínico Flores Betancourt.
Tan bien llegaron a conocerme estas mujeres y yo llegué a conocer a estas profesionales, que a una de ellas, siempre que la encuentro a mi paso, no dudo en llamarla “mi enfermera favorita”, aunque todas las de aquel tiempo doloroso bien pudieran recibir idéntico elogio.
Cuento estas historias repletas de amor porque la cara contraria, y miserable, asoma más veces de las que cualquiera deseara. Y es cuando el olvido se prende del alma oscura y la vista torpe de cierta gente que ocupa un puesto, al parecer importante (solo al parecer) y olvida de cuajo a seres como estos, se inflan en su miseria y caen a lo más bajo de la especie.
Olvidan a seres como estos y como otros que, a cualquier hora del día y la noche, le abrieron su puerta para atenderlo, auscultarlo, aliviarle la pena que trae consigo o trae el familiar o el hijo al que acompaña.
¿Cómo puedes pararte delante de quien bien te sirvió a cambio de nada, en un momento de crisis y tratarlo como al peor de los seres vivos? ¿Tiene tanta desmemoria tu cabeza y tanto herrumbre tu alma? ¿Crees que la persona generosa y querida por miles merece tus palabras avinagradas y tu gesto miserable y maltratador? Nunca. Jamás. No lo creas.
Ante casos como este, llegados a mis oídos por intermedio de un médico que también honra a todo un país y más allá de sus fronteras también lo honró, pensé que mirar hacia uno mismo no es un acto para rechazar.
Vivo, como millones en esta nación, en condiciones difíciles. Las carencias de todo no dejan de amargarme y a veces quisiera dejarlo todo y retirarme a la tranquila soledad de mi vivienda, allí donde solo aterrizan familiares, amigos y gatos.
La amargura por las carencias me lleva en ocasiones a ser injusto. Lo reconozco. Pero siempre acabo levantando bandera blanca porque nadie, a fin de cuentas, merece padecer la sal que por momentos me nubla la alegría.
Por eso si tengo diez palabras para ser amargo, tengo mil para ser agradecido y humanista. No es justo que la soberbia pueda más que el corazón. No es nada digno tampoco que tú desmemoria te haga olvidar a quien un día, y tal vez muchos días, muy bien te sirvió.

