Nunca olvidaré la mañana en que me detuve a un costado del parque de la iglesia de Caimito para conversar con el artista Oslier Pérez, su padre Orlando y otros constructores, entonces afanados en convertir un lugar de relajación como es cualquier parque, en un espacio que dignificara al máximo la imagen del casco urbano caimitense y perdurara lozana en el tiempo.
Oslier, Orlando, el pintor Ángel Silvestre y el herrero artesano Juan Carlos Rosado, echarían el resto bajo el sol, pero al cabo los habitantes de Caimito tendrían un hermoso y atípico parque del cual sentirse orgullosos.
Pero el tiempo pasa y maltrata cualquier obra. Es lo normal. Y entonces se requiere “pasarle la mano” con asiduidad, para que la joya no acabe convertida en ruinas. Se entiende perfectamente.
Lo que nunca se entenderá, por nadie con un par de dedos de frente, es el modo turbio en que algunos seres (sin pizca de alma, es evidente) conspiran descaradamente para que una obra pierda su belleza y dignidad en un santiamén, gracias a que su ignaro y salvaje proceder los llevó a destruir sin piedad lo creado bellamente por otros.
Y lo peor, lo más triste y escandaloso, resulta el modo descarado en que estos viles de corazón y conducta, cometen sus fechorías: a plena cara, delante de muchos, sin importarles quienes los miran actuar, como si en vez de destruir el patrimonio público, estuvieran destruyendo un campo de malas hierbas.
Mientras tiraba unas fotos a los bancos destruidos, una mujer de avanzada edad se detuvo junto a mí para comentarme: “son muchachos muy jóvenes los que rompen los bancos. No tienen una gota de educación ni de disciplina. Hace apenas unas noches cogieron un latón de basura, frente a mi casa, y me lo vaciaron entero en el portal”.
Duele e indigna ver o escuchar estas atrocidades. Pero el dolor y la indignación no resolverán absolutamente nada. No detendrán las monstruosidades de estos bárbaros Atilas.
Por otro lado, la juventud de los autores no justifica el alma canalla que están exhibiendo de manera tan fresca. Desconocer la ley por ser joven o ignorante, no implica que no se pague un precio por violarla. Igual que se persigue a un criminal o un ladrón, hay que perseguir a estos vándalos.
Y hay un detalle al que vuelvo a recurrir: actúan a plena cara, maltratan y destrozan delante del más pinto. Y no solo lo hacen en este parque, sino dondequiera que puedan cometer sus desmanes y nadie les ponga freno.
Ha llegado, por tanto, la hora de ir contra estas bestezuelas. Su hambre de destrucción parece insaciable. Si no las paramos en firme y a tiempo, corremos el riesgo de quedarnos sin nada de lo hermoso que hemos construido. Absolutamente sin nada.