Un relampagueante frenazo del chofer evitó la tragedia. Por el clásico pelo, el pequeño niño escapó de la mole imponente que, a escasos centímetros de su cuerpo, se detuvo en firme. El grito de ocasión no se hizo esperar: “¿y este niño de quién es?” Una cuadra más allá, la mano de una mujer se agitó en el aire y un lamento indescifrable salió de su garganta.
No es ficción lo que escribo. Es la pura realidad. Sucedió hace apenas unos días, frente a la Escuela Primaria Mártires del Goicuría, no en horario de clases, sino cayendo la tarde, cuando, para más peligro, el poste eléctrico situado en la esquina de la avenida 47 y calle 40, en Caimito, ardía peligrosamente y ya los bomberos se hallaban en camino para sofocar el siniestro.
“¿De quién es este niño?”, fui yo quien grité. Pero no solo era él, sino también otros, de más o menos su edad, que le acompañaban en su deambular callejero, sin importarles cuántas veces se les llamó la atención, para que dejaran de corretear por las cercanías del poste, “herido de muerte” y se retiraran urgentemente del área en dirección a sus viviendas.
¿Y los padres de estos niños? Bien, gracias, tal vez pensando que entre sus hijos y el peligro media una distancia de por lo menos mil kilómetros… tal vez pensando en avanzar en el lavado o la comida pendientes, o tal vez no pensando en absolutamente nada.
Vivo en esta esquina desde el año 2000 y, salvo alguna que otra escaramuza entre peatones y medios de transporte, no he asistido a mucho más… por suerte.
Recuerdo haber visto volar por los aires a un motorista que, en el medio de esta intersección, chocó contra un auto y, de puro milagro, no barrió con su cuerpo el piso del portal de mi casa. Más allá de los golpes y el susto, no hubo que lamentar tristezas mayores.
Con dos escuelas primarias, un terreno de fútbol y un estadio de béisbol en predios muy cercanos, mi esquina suele ser constantemente espacio de movimiento de jóvenes, adolescentes y niños. Los mayores están en condiciones de cuidarse. Pero estos últimos no.
Algunos de ellos son los clásicos “cabezaduras” y otros cargan con la ingenuidad y la despreocupación propia de sus años. Corren por aquí y acullá, pasan sin precauciones la esquina, la cruzan en bicicleta y en moto (he visto verdaderos niños conduciendo estos artefactos), o corriendo detrás de una pelota de béisbol o de fútbol.
Mientras tanto, el peligro les acecha y puede saltar en cualquier momento contra ellos.
Tras ocurrir el frenazo salvador, alguien me decía que el niño de la historia y otros andaban, de manera asidua, a manga por hombro por estas calles.
¡Oh, muy mala noticia esa! Vuelvo a preguntarme entonces: ¿y los padres de estos niños saben dónde están sus hijos?
No se trata de ponerles grilletes en los pies o confinarlos en el interior de una calurosa vivienda. No. Los niños, en especial, requieren ejercicio, aire fresco y libertad. Se trata de la responsabilidad asumida desde la llegada de una criatura al mundo hasta alcanzar su edad adulta.
Y esa responsabilidad, fuera de las aulas y en primer lugar, toca a los padres.
A esos mismos que se atragantan del susto cuando sus hijos se salvan de puro milagro; pero ni siquiera una lección de este tamaño les impulsa a tomar conciencia para saber que, si hoy casi sucedió, mañana sucederá con toda su desgracia y dolor irreparables.
Y no será culpa del hombre al timón que, como el personaje del cuento Matar a un niño, de Stig Dagerman, pasará toda su existencia con ese dolor insufrible dentro de sí, sino de quienes no tomaron por los cuernos la responsabilidad que les tocaba.
La vieja frase “los accidentes no son tan inevitables como parecen”, le sigue viniendo como anillo al dedo a historias como estas. Recuerden que, de ciertas tragedias, no salen con vida ni siquiera los que no la perdieron.