En los confines del tiempo se pierde el instante en que escribí una crónica, nombrada ¿Provinciano?, donde dejé constancia de que para vivir me bastaba una esquina del mundo, y esa esquina se hallaba en Caimito.
Juro que esta frase tan rotundamente afirmativa me traiciona en ocasiones. Me corre a la duda cuando pienso que residir en otros espacios de Cuba (siempre de Cuba, no me imagino fuera de ella eternamente) resultan más ideales, menos vapuleados por apagones y dificultades sencillamente insolentes.
Eso creo a veces. Solo a veces. Porque en el fondo sé que echaré, como Martí, mi suerte con los pobres de esta tierra, los de la Patria cubana y la matria caimitense, con las cosas más grandes y pequeñas que la alumbran y con las menos amorosas, que la empañan.
Contaba apenas dos años cuando, desde la Esquina de Tejas, en pleno fervor beatleriano, arribé con mis padres a Ceiba del Agua, un pueblo de Caimito que parecía una marca insignificante en el mapa insular.
Sin embargo Ceiba, cuando estaba muy distante de su actual dimensión, vio pasar y combatir allí a grandes como Gómez y Maceo, autores de algunas anécdotas sabrosas que dejaron bien claro el carácter implacable del General en Jefe, la elegancia perfumada de El Titán, y hasta un pequeño mito sobre la gran estatura y los pectorales de escalofríos de los infantes negros mambises que los secundaban.
Alrededor de mi pueblecito quedaban sitios y nombres memorables que, al paso del tiempo, fui descubriendo: descubrí, por ejemplo, que un asaltante del Moncada, Carmelo Noa Gil, vivió a escasos kilómetros de mi casa y que el fondo de su vivienda sirvió de campo de tiro a futuros asaltantes.
Supe que Caimito, quizás como ningún otro territorio de Cuba, dio su aporte a una victoria contundente contra una brigada de mercenarios en las arenas de una playa matancera y que de la Escuela Interarmas de las FAR General Antonio Maceo, situada a escasos dos kilómetros de mi casa, partieron a combatir rumbo a la República Popular de Angola, cientos de hombres en plena flor de su vida y en espera de recibir como premio, nada de nada.
Allí, a mi alrededor, sin apenas andar unos pasos, probé una constelación de cítricos fabulosos y, con el pasar del tiempo, supe también que en Caimito un músico y director norteamericano del siglo XIX, Louis Moreau Gottschalk, escuchó en su lomerío el canto potente y doloroso de una mujer negra y se animó, primero que nadie en el pentagrama, a llevar esta experiencia al mundo sinfónico, hasta entonces reservado casi exclusivamente a sonoridades “finas” para la rancia y racista burguesía blanca.
En Ceiba del Agua gané mi primer premio literario, escribí como un poseso mis mejores obras, mientras mi madre cocinaba con leña a un metro apenas de mis manos; en Caimito conocí nuevos amigos, poetas, teatristas, pintores, escritores, amistades y vecinos trocados en familia, gente siempre soñadora…
Supe por los historiadores de un sigiloso congreso de comunistas en una casa apartada, de un promotor y ensayista nombrado Desiderio Navarro, virtuoso en la traducción de y para veinte idiomas, de los mejores pensadores del planeta.
A escasas cuadras de la guarida de Desiderio, disfruté de un guitarrista de lujo, Premio Nacional de Música, Sergio Vitier García Marruz, quien encontró demasiado hermosos los campos caimitenses, dignos de cabalgarse en potro brioso, y en ellos acabó plantando su definitiva casa.
Conocí de récords lecheros de una empresa; de remeros que salían a competir desde una presa con nombre de mujer de carácter: La Coronela, para subir con medallas a cualquier podio; que del poeta Federico García Lorca y del pintor Gabriel García Maroto sobrevivían huellas indelebles en varios lienzos y en un parque; del narrador Roberto Pacheco vibraban sus narraciones beisboleras; de Toni Taño su chachachá universal, La Batea y del gran bailarín Alberto Méndez aún quedaban amplias notas de su infancia en la calle de La Vereda.
No. Ceiba del Agua y Caimito no eran, definitivamente, una marca anodina en el mapa. Han sido, para mí y para muchos, más que una parte del municipio donde marqué una esquina para quedarme siempre viviendo en ella.
Puedo expresarlo claramente ahora, cuando ya crucé los 60 y ando haciendo resúmenes de todo, también del lugar al que arribé en una fecha tan sonora como el 1 de mayo de 1965, con apenas dos años.
Lejos estaba de imaginar que, tras morir mi infancia en aquel pueblecito pequeño y, a partir del 2000 comenzara una nueva vida en Caimito, que ambos pueblos serían el humilde fragmento de geografía planetaria donde habría de escribir la crónica completa, las luces y sombras, del hombre que por seis décadas he sido.
Hijo de Ceiba y Caimito. Así pueden llamarme. No pretendo ser más. Pero tiene su encanto innegable, porque lleva de mito, de sombra fresca y de fruto este sobrenombre. Y ya sabemos que andar en paz con la naturaleza siempre tiene una suerte de encanto irrepetible.