Más que justificadas estaban las sospechas: en medio de tantos morenos, aquel rubio de piel muy blanca, ojos verdes, espigado y veloz parecía uno de los tantos inventos rusos en tierra martiana durante los tiempos de la Guerra Fría.
Aquel rubio no era otro que Ramón Núñez Armas, un delantero del mejor equipo de fútbol que jamás tuvo Cuba. Al Rubio le apodaban El Ruso, un sobrenombre capaz de despertar más de una intriga, aunque en verdad ni un solo hilo lo ataba a la Patria de Tolstoi y Dovstoievski, Anatoly Karpov y Garri Kasparov… y de Alla Pugachova.
Nada de ruso. Y bien mirado el caso, y apartando los prejuicios, tampoco nada de “palestino”, el mote triste con que sazonan a todo picante a los venidos de las zonas orientales del país.
Porque es verdad que Ramón Núñez Armas nació en la futbolística, y tunera, Manatí en abril de 1953, pero creció de tal modo hacia las estrellas, que superó todas las fronteras y sobrenombres nacionales para inscribirse, con finas letras doradas, entre los 100 más grandes atletas cubanos del siglo XX.
Ante tantos fracasos del fútbol casero, uno “se sienta a caminar”, como decía el inmenso César Vallejo, y siente como una fantasía burda aquellas historias gloriosas que vivió el fútbol de intramuros cuando Ramón Núñez, Jorge Massó, Regino Delgado, Andrés Roldán, José Francisco Reinoso y otros talentos nacionales eran capaces de ganar la medalla de oro de los Juegos Centroamericanos y del Caribe en Medellín 78, la plata en los Panamericanos de San Juan en 1979 y el bronce en el preolímpico de Concacaf en 1984.
El año 1980 pondría al Ruso en los estadios olímpicos de Rusia, frente a un once venezolano al que Núñez le anidaría un gol de resonancias históricas y ante una Unión Soviética que, en una trampa digna del general Kutusov o del mariscal Zhukov, los puso a jugar bajo el frío más violento para asestarle una goleada de 8 a 0 y, de paso, mandarlos de vuelta a los intensos vapores del Caribe.
El célebre futbolista mexicano Hugo Sánchez, el mejor del siglo XX en su país, caballo de batalla del Real Madrid, lo había invitado a que asumiera un reto: “Vámonos a Europa y tú verás que vamos a hacer historia”.
Más allá de escucharlo serenamente y seguro sonreír, Ramón Núñez Armas prefirió quedarse para siempre entre nosotros, cargando con apacible dolor el No que dio como respuesta al gigante mexicano.
Pesaban muchas cosas entonces: muchas banderas, muchos himnos, muchas acusaciones de “deserción”, como si en vez de un atleta se tratara de un mambí en humillante estampida o de un soldado en patética escapada. Núñez, como tantos otros estelares, pagó las consecuencias de un instante de épica total.
“Y como pasa el tiempo y de pronto son años”, como cantaba Silvio, una mañana del Período Especial, mientras yo esperaba un milagroso transporte en la rotonda de Ceiba del Agua, vi a Núñez descender de la cabina de uno de los camiones de la Empresa Citrícola Municipal, mientras hombres y mujeres de todas las edades trepaban afanosos con tal de avanzar en el camino.
¡Ramón Núñez, caramba, el gran futbolista convertido en camionero! ¡Por Dios! ¡Qué diría Hugo Sánchez! ¿Qué diría el propio Núñez al pensar y repensar en la propuesta del mexicano?
Sin embargo, Núñez estaba sonriente, echándole una mano a una rotonda cargada de coterráneos con todas las carencias del mundo, no solo las de transporte. Estaba ahí, y estaría en Caimito hasta el sol de hoy, amando a su hija Alice y a su nieta…, queriendo sin dobleces a sus amigos y alumnos.
“Amigo de mis amigos”, “mudo de enemigos”, así se definió Pablo Neruda en su Autorretrato. Así definiría yo a Ramón Núñez Armas en el mínimo retrato que acabo de hacerle.
Un retrato incompleto del hombre que semejaba un infiltrado ruso en un once repleto de morenos caribeños, del hombre que tal vez ahora viviría en una mansión de Madrid, sin ningún susto para su bolsillo de auténtica exgloria. Pero, en cambio, es un retrato sentido del hombre que está aquí, que sigue y seguirá con nosotros hasta el fin. En este sacrificio sin fondo quizás se halle el más sentido gol de toda su vida.