Si algo distinguió a varias de las principales novelas del llamado Boom latinoamericano, fue el papel protagónico que tuvieron en ella personajes de grandes dimensiones, aunque fueran criaturas nacidas de la ficción más absoluta.
En la novela cumbre de este grupo, Cien años de soledad, del colombiano Gabriel García Márquez, su protagonista, el coronel Aureliano Buendía, había llegado a protagonizar nada más y nada menos que 18 guerras.
A fines de aquella década, otro gallo cantaría en los predios de la novelística del área, pues a las obras sobre grandes personajes, se sumaría un tipo de novela menos épica y grandilocuente, comienzo del reinado del Postboom, en el que costureras, homosexuales, cantantes de boleros, amas de casa… demostrarían que para ellos también podían ser los personajes protagónicos de una obra literaria, como bien lo demostró el argentino Manuel Puig en sus ya memorables La traición de Rita Hayworth y El beso de la mujer araña.
Algo muy profundo sobre este derecho que a todos toca por igual, sin distingos miserables, trató de decirnos la escritora Cecilia Valdés Sagué, cuando con sus Palabrejitas en el espacio Profeta en su tierra, celebrado en el Círculo de Abuelos Amor, rindió homenaje a uno de los personajes más populares de su municipio: una peluquera con casi 60 años en el oficio, nombrada Rosario Martínez Masson, en compañía del sobrenombre de “la mejor tijera de Caimito”.
Se dicen “casi 60 años” y no es una cifra de juego. No es fácil trabajar en base a detalles. No puede un corte ser errático, quedar más corto aquí y más largo allá por pura chambonería. No puedes trabajar con productos inventados o dañinos. Los clientes no perdonan chapuzas en su cabello ni en sus cejas. Y es muy justa esta exigencia. Los chapuceros no sirven para este oficio. Rosario nada tuvo que ver con ellos, fue una virtuosa siempre.
Cecilia, hija de peluquera, lo dijo de manera inmejorable: “Todos necesitamos sentirnos bellos o al menos conformes con nuestra imagen en el espejo. Y ahí es donde entra en nuestras vidas una persona que se nos vuelve imprescindible, cotidiana, íntima, a quien confiamos nuestra cabeza y permitimos que tome las decisiones más audaces y, apenas con un corte de cabello, nos convierta de patito feo a cisne, nos eleve el ego a la estratosfera y nos convierta en dioses por un rato”.
Homenajes como este, llegan para demostrar que cada criatura humana, como aquel noble fabricante de tuercas del que su hijo no se enorgullecía por tener su padre un oficio tan “inútil”, era en realidad un ser importantísimo, porque un mundo donde no existieran tuercas no podía funcionar de ningún modo.
Miren ustedes si todos somos importantes en esta colmena, desde el que encabeza grandes acontecimientos, como un coronel con 18 guerras a cuestas, hasta una mujer capaz de volver más elegante la imagen de su género, ya de por sí bien hermoso.