Una metáfora contundente sobre la condición humana, la violencia gratuita y el coraje infinito de las madres, aparece dibujado con palabras de letal precisión en la novela breve, Un viejo que leía novelas de amor, del escritor chileno Luis Sepúlveda.
En esta obra, galardonada en España con el Premio Tigre Juan, un par de gringos irresponsables y prepotentes privan de la vida, por puro e inútil gusto, a los cachorros de una tigresa que, sin pensarlo dos veces, se lanza tras ellos para ajustarles cuenta por su crimen.
La tigresa, enfurecida por su valiosa pérdida, no tendrá piedad con los asesinos, ni tampoco con aquellos cazadores que intenten suplantarlos en una persecución de vida o muerte, en medio de la salvaje Amazonía.
Es una bella y conmovedora metáfora sobre el comportamiento de hombres y animales; pero, en medida perfecta, lo es igualmente sobre millones de madres que, cada día, llamamos tigresas, como el personaje de Sepúlveda, o leonas, como Mariana Grajales, madre de los insignes Maceo y Madre también de la Patria.
Tigresas y leonas. Bendita sea la comparación, porque nadie como la madre sabe pelear tanto, tan duro y de manera tan invencible por los suyos, por los ajenos incluso, por todos aquellos que aquí o allá necesitan, casi siempre con urgencia, de una mano que los sostenga y una voz inspiradora cuando el camino se estrecha hasta casi perderse y las noches de la vida no parecen tener amaneceres.
Eso serán siempre las madres: tigresas, leonas, amaneceres luminosos, empuje, aliento para volver a empezar desde cualquier derrota, salvación cuando no parezca haberla, radiante alegría que sonará como ninguna, cuando un hijo salga victorioso en alguna batalla o cuando sepa que el amor lo colma.
Y si menciono a Mariana, ¿cómo no mencionar a otras que siempre estarán con nosotros, no solamente un domingo de mayo? ¿Cómo no recordarlas si son capaces de sacudirse dolores, carencias y meterse de frente al combate durísimo y desigual de cada jornada, más que por ellas, por todos nosotros?
Y si las letras de Sepúlveda nos trajeron una historia angustiosamente bella, las redes nos trajeron otras no menos hermosas, como la de una perra diminuta con casi nada de peso y estatura, plantada firmemente en medio de una pelea entre un tigre y un león en la jaula de un zoológico y dispuesta a detener la bronca a como diera lugar.
Los dos, hijos adoptivos de la pequeña, ceden al instante, son incapaces de irrespetar las “órdenes” de aquella que los amamantó y cuidó con ternura para salvarlos de la muerte.
Y es que cualquier madre es respeto y orden. Su autoridad moral es asunto indiscutible. Los tigres y los leones también lo saben. Lo supieron Maceo y Martí cuando Mariana envió al primero a la manigua insurrecta a pelear por la independencia de Cuba, y cuando Leonor puso en jaque a soldados y oficiales españoles, empecinados en cebar su odio aberrante contra un adolescente de apenas 16 años.
Desde las grandes hasta las más pequeñas, desde las célebres hasta las desconocidas, desde las científicas hasta las amas de casas, desde las caucásicas hasta las de piel más oscura, desde las residentes en una gran ciudad hasta las campesinas de puro monte, las madres son y serán el impulso más sincero y estimulante que tenga el mundo. Ante estas leonas y tigresas amorosas, nadie podrá demostrar lo contrario.
