Nunca he apreciado mucho al actor norteamericano Will Smith, aunque deba reconocer su innegable talento. Siempre me pareció un tipo arrogante, convertido en más arrogante después que decidió abofetear a un joven que le brindó una muestra de cariño en público y tras cometer el mismo exceso contra el presentador Chris Rock, durante una gala para la entrega de los Premios Oscar.
Sus oscuros vínculos con el rapero P. Diddy dejaría en ridículo su estampa de tipo duro, y algo peor que todo lo expuesto aquí, lo sembraría para siempre en el museo de los infames: era cómplice con su esposa Jada Pinkett, de la entrada del hijo de ambos en el consumo de las drogas.
Jada, con el consentimiento de Will, lo había impulsado al consumo de uno de los productos más atroces y destructivos que pueda consumir un ser humano.
Al margen de este deplorable y vergonzoso acontecimiento, otra vez los famosos de cifras monetarias de infarto y regias mansiones y propiedades, quedaban expuestos públicamente por el consumo de estupefacientes y, sobre todo, por el repudiable delito de empujar a otros –hijo de ambos en este caso, ¡qué horror!– a que cayeran por este precipicio del cual casi nunca suele regresarse.
Pero en verdad, si este hecho tan bajo merece una repulsa total, nadie debe creerse que toca a los privilegiados de Hollywood y de otras geografías exclusivamente. No. La droga, por desgracia, como las bombas en las guerras, no tiene destinatario fijo cuando irrumpe en escena.
Todos pueden caer bajo su influjo letal, desde multimillonarios como Jada y Will, los ya desaparecidos Elvys Presley o Amy Winehouse, hasta los más anodinos, desde funcionarios poderosos hasta conserjes, desde intelectuales a obreros simples, desde mujeres y hombres de piel más clara, hasta seres de piel oscura, desde adolescentes a ancianos, desde países con un sistema socioeconómico de un tipo hasta países con un sistema totalmente diferente.
No hay por qué engañarse creyendo que se está a salvo de este flagelo. Por no tener bandera, ni un solo destinatario, sino millones, por ser un negocio tan lucrativo para los envenenadores que lo sostienen y promocionan de manera engañosa y la venden de manera letal, busca todos los resquicios posibles por donde colarse a la sociedad y quedarse dentro de ella, campeando por sus respetos, sin importar cuánto dolor y desastre provoquen.
Las redes se han encargado de promocionar –mezclado con evidente enjundia politiquera, como era de esperarse– el actual consumo de varias drogas en Cuba, entre ellas una conocida como El Químico, y de mostrar el diabólico efecto de ella en varios ciudadanos que aparecen tambaleándose eléctricamente o ya caídos, vomitados y defecados en medio del paseo público.
En otros casos, a estos consumidores se les vincula con hechos violentos como robos, asaltos y homicidios, destinados a proporcionarle al culpable, el dinero suficiente para acceder a la compra de drogas, cuando ya quedan «enganchados» y el consumo se les vuelve imprescindible.
Si alguien cree que economía socialista con serias carencias y consumo de drogas son almas gemelas, ¿por qué en naciones capitalistas del primer mundo, sin bloqueo y con economías poderosas, el flagelo de la droga está plantado en cada esquina, a veces ante la vista apacible de tirios y troyanos?
Es complicada la respuesta. No hay una sola. Pueden ser muchas. El hombre es un ser complejo, y los promotores de esa bazofia saben que la tentación de probar las drogas y saber a qué mundos alucinantes te traslada, es otra de las tantas que hace flaquear las piernas de cualquier ser humano.
Cuentan que en un país como Singapur, de altos niveles económicos y sociales, una infinidad de avisos públicos y carteles regalan una advertencia muy clara: quien incurra en el tráfico de drogas puede ser condenado a muerte. No se andan por las ramas allí.
Han tomado al toro por los cuernos y no piensan soltarlo. En Cuba, la batalla está planteada desde siempre: cero tolerancia a las drogas. No puede haber tranquilidad para gente inescrupulosa que vuelve un infierno la vida de personas de todas las edades.
Quien consuma este producto deberá recibir tratamiento especializado, para hacer que retorne al espacio sano que dejó perder.
Quien lo promueve o trafique, deberá sufrir todo el peso de la ley. Jamás podremos acostumbrarnos, a nivel social ni familiar, a la idea de que todo está perdido en nuestra sociedad y uno debe acostumbrarse a la venta de semejante horror.
Si ya se acostumbraron en otras naciones y en ciudades tan despampanantes como Filadelfia, donde las víctimas del fentanilo yacen tirados como zombies en plena calle y por miles, nadie debe acostumbrarse aquí. Nuestra justicia no puede ser piadosa con aquellos que no han tenido un gramo de piedad y respeto por la salud y la vida de la humanidad.