Ha recorrido Colombia entera, impartido conferencias, clases de actuación, talleres y, sobre todo, compartido el día a día con hombres y mujeres de muchas profesiones, creencias y sentimientos políticos. Ha conocido también de cerca a incontables emigrantes venezolanos, los mismos que ahora, bajo una campaña de descrédito feroz, son metidos en el mismo saco de los prejuicios y el odio, como si todo venezolano fuera un peligro público y mereciera lo mismo la cárcel que la expulsión inmediata y brutal hacia su país de origen.
Pero por el hecho de haberlos conocido sin oscuros pensamientos de su parte, de conversar detenidamente con ellos y escucharlos sin ninguna clase de prejuicios y ojeriza anticipada, el dramaturgo y poeta bautenses Juan José Jordán sabe muy bien por qué siempre sale en defensa de los hijos de Bolívar.
“Yo no puedo aceptar que me hablen mal de los venezolanos porque todavía no he conocido en Colombia a ninguno que me haya defraudado, a ninguno que sea delincuente o mala persona
“No voy a imponerle mi criterio a quienes piensan lo contrario sin haberlos conocido de cerca como yo he podido, pero es muy injusto valorar con mirada prejuicios a los seres humanos”, aseguraba convencido el autor de Cuando los muertos hablan.
Las miradas prejuiciosas son altamente dañinas, trátese de opiniones sobre emigrantes, tan de modas hoy en el circo de los descréditos, como sobre determinadas razas, habitantes de determinadas regiones de un país o provincia, sobre algunas profesiones o sobre algunos grupos etarios, a los cuales una vez pertenecíamos, aunque ahora no nos acordemos.
El prejuicio, precisamente, nos acompañó con motivo de una actividad por el Día del Libro Cubano (31 de marzo), fecha en que la Revolución estrenaba, hace ya 65 años, la pode- rosa Imprenta Nacional de Cuba con la memorable novela El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes y Saavedra.
Tres escritores caimitenses: Cecilia Valdés Sagué, María del Carmen Terry Valdespino y el redactor de estas líneas, decidimos aventurarnos en la Escuela Secundaria Básica Carlos Gutiérrez Menoyo, con el ánimo de poner a la venta un puñado de títulos procedentes de la librería local y para entablar algún diálogo literario, sin llegar a provocar bostezos en serie dentro del auditorio que nos escucharía.
Íbamos animados porque los tres vemos y respiramos a través de los libros, pero creíamos que de la otra parte el entusiasmo librero no sería precisamente igual al nuestro.
¿Adolescentes de secundaria con ganas de leer libros en tiempos de pujante internet? ¿Adolescentes comprando libros y preguntando por este o aquel tema de su preferencia para comprar el libro afín? No. Ni pensarlo. Ese tipo de adolescente era cosa del pasado, creímos desde nuestro prejuicio.
Mal nos pagó la creencia, porque los muchachos se arremolinaron junto a nosotros y a los libros colocados sobre un par de mesas en medio del pasillo. No pasó demasiado tiempo para que la venta y el conversatorio se convirtieran en una fiesta.
Llegaban a sumarse más y más alumnos, respondían con acierto nuestras preguntas, escuchaban con atención nuestros relatos y hasta nos daban certeras disertaciones sobre el viaje fabuloso que el doctor y escriba Oscar Rodríguez narraba en su obra A la luna, puesta en venta durante esta jornada.
Caían de golpe nuestros prejuicios. Recordábamos allí, también de golpe, que un día tuvimos su misma edad y tantas virtudes y defectos como ellos. Y volvimos a sentir que, desde el milagro luminoso del libro y la cultura, los seres humanos aprenden mejor dónde está la verdad innegable que hace añicos los prejuicios.