Decir instructor de arte es señalar un oficio que ha alumbrado, como sol reluciente, el centro y la periferia, no solo de nuestra cultura, sino de todo el sentido humanista de la nación que nos toca.
Se ha tomado un día especial para rendirle homenaje, el 18 de febrero, día del nacimiento de la instructora y poeta Olga Alonso, fallecida en edad muy temprana, pero el trabajo del instructor supera por mucho una fecha puntual del año, para ser parte activa del almanaque a todo lo largo y ancho de los 12 meses que lo integran.
Con una parte de los instructores, recientemente y en vísperas del 18, celebré gozoso en la Casa de Cultura Raquel Revuelta, en Caimito, lo que tanto representan ellos para el enriquecimiento espiritual de niños, adolescentes y jóvenes y para aquellos que, a pesar de sus desventajas sociales considerables, encuentran en el arte el mejor de los pre- textos para encarar la vida.
Amada Otero (danza), Yenadis Díaz (danza), Osleidis Torres (teatro) y Roselin Francés (artes plásticas), son apenas unos pocos nombres ejemplares entre tantos instructores de ambos sexos, con proyectos que han hecho crecer la vida de la Patria a lo largo de seis décadas.
En ese sentido, recordaba el profesor y artista Evelio Sánchez a dos grandes pintores cubanos, creadores de potente talento, que lo dieron todo desde las aulas de la Academia San Alejandro, para que la joven nación creciera con el aporte de los imberbes alumnos, que en un futuro no distante serían bastiones de la cultura nacional.
Desde la casa de cultura caimitense, la escritora Cecilia Valdés Sagué, su directora, nos recordó cuánto pelean contra la adversidad los instructores de arte, en el minuto en que otros se dan por vencidos y cruzan los brazos.
Testigo y promotor he sido, a lo largo de varias décadas, de la obra desplegada por decenas de instructores de arte, tanto en la extinta provincia de La Habana como en Artemisa.
He sabido cómo ellos abren los brazos, sin distinción, al muchacho de familia privilegiada y al de familia disfuncional, al que puede llegar a ser bailarín, cantante o pintor de alto calibre o un gran amante de la espiritualidad.
Los he visto romper protocolos, trabajar con ayuda institucional y sin ella, bajo luces y apagones de cualquier tipo, a las órdenes de directivos brillantes y mediocres. Los he visto, sobre todo, estar tan seguros de sí como Quijotes ante batallas contra durísimos molinos.
Hoy les rendimos homenaje. Mañana o pasado o dentro de seis meses pudiéramos hacerlo de nuevo. No sería cosa loca. Los verdaderos instructores de arte, los que siempre hemos querido, merecen todas las glorias y elogios que del corazón nos salgan.