Cógela tú, guitarrero,
límpiale de alcohol la boca
y en esa guitarra toca
tu son entero.
NICOLÁS GUILLÉN
–Deja tranquilo al muchacho, María. Si no sale músico, saldrá carpintero.
Así le decía Manuel Cisneros a su esposa al notar que su pequeño hijo, Manuel Cisneros Vázquez, rompía rabiosamente las “guitarras” que había construido y por eso ya contaba con todos los “requisitos” para ser llevado a la consulta de un psicólogo.
Razón tenía el padre: la guitarra estaba destinada a ser una suerte de prolongación del cuerpo de Manuel Cisneros, el muchacho que fue perdiendo su nombre original hasta ser conocido simplemente por Ñico.
Con ese humor que siempre lo acompaña, me explicó el origen de este sobrenombre, que habitualmente va a parar a manos de los Antonios, pero en su caso se remite al hecho de que nació completamente calvo, en 1961, cuando el mandatario soviético Nikita Jruschov, también calvo, estaba al frente del estado soviético y la Guerra Fría andaba en su apogeo.
El humor familiar decidió “bautizarlo” como Nikita y este apodo se cubanizó, para convertirse primero en Ñikito y después en Ñico… y hasta el sol de hoy lo acompaña. Solo a él, entre 16 hermanos, tocó la gracia de ser músico.
La vida de Ñico se ha vuelto difícil. Perdió progresivamente la visión en Venezuela, donde formó parte de la brigada de instructores cubanos que llevaron el arte a las más diversas comunidades, pero ese duro percance no le impide mirar hacia el pasado y contar las tantas cosas hermosas que le ha regalado la vida.
“Siempre me obsesionó la guitarra. En el barrio de mi infancia, Sao Corojo, en el sur de Las Tunas, se armaban tremendas descargas y la guitarra siempre ha sido protagonista en esta clase de encuentros. Apenas yo escuchaba el sonido de alguna, me volvía loco. Mi papá también era fanático de este instrumento”, comenta Ñico.
Recuerda que Amarilys Tejeda le enseñó los primeros acordes en una guitarra checa y su primo Jesús Hernández también lo ayudó a ampliar sus conocimientos musicales. Durante su estancia en las escuelas al campo aprendería un poquito de este y del otro y sus conocimientos irían en aumento.
Ñico no olvida sus años de estudio, a partir de 1978, en la Escuela Profesional de Instructores de Arte El Yarey, donde radicó la Comandancia de Almeida primero y después la de René de los Santos, y la recuerda como un lugar hermoso, situado en la punta de una montaña.
Allí creció de la mano de Osmany Sánchez, quien fuera baterista del grupo de Pablo Milanés; de Rogelio Nápoles, guitarrista de Opus 13 y Paulito FG; de la profesora Enerolisa Núñez, y de tantos otros. Desde 1982 comenzó a formar parte del equipo de trabajo de la Casa de Cultura Perucho Figueredo Cisneros, prócer y poeta inscripto en los ancestros de Ñico, al igual que el insigne Salvador Cisneros Betancourt.
“Nunca he dejado de amar esa Casa de Cultura. La amo con todo mi corazón. Mis viejos compañeros de trabajo siguen ahí y por eso cuando ando por la zona no dejo de visitarlos”, asegura.
A un amigo entrañable, el pintor Adrián Infante, le debe el haber arribado a Bauta el 11 de enero de 1999. Entonces radicaba en La Habana, pero Adrián lo invitó a sumarse a la intensa aventura cultural que se vivía en allí, donde los cultores de las artes plásticas estaban en un apogeo creativo absoluto, encabezados por el maestro Ezequiel Sánchez Silva, vicepresidente de la Uneac en la ya desaparecida provincia de La Habana.
“Lo mío siempre fue la guitarra. Sin embargo, de pronto me vi aprendiendo a pintar en lo que fue la sede del Club Unesco. Aquello era la locura más linda que puedas imaginarte. Pintábamos muchísimo y hasta dormíamos en el suelo”.
Aprendió de Adrián, de Ezequiel, de Karoll William, que también tocaba la guitarra, componía y cantaba; de Orlando Rodríguez, un escultor fabuloso y de otros pintores y caricaturistas. Hasta Jorge Quiala (Ñengue), el reconocido cantante de la Ritmo Oriental, pasaba por allí y descargaba con ellos. Aquel lugar no estaba en silencio ni de día ni de noche.
Ñico acabó por sumarse a un amplio programa de ambientaciones que los artistas visuales bautenses desplegaron por toda la extinta provincia de La Habana, con Adrián a la cabeza, Ezequiel, Karoll, Onil Bello…
Por espacio de tres años se desempeñó como Jefe de Cátedra de Música en la Casa de Cultura Mirta Aguirre, en Bauta, y en el 2012, salió rumbo a la Patria de Bolívar, donde lo impresionó sobremanera la extraordinaria riqueza musical de ese país sudamericano.
Allí impartió clases en el sector de Las Nieves, en la parroquia de Caricuao, en Caracas, y en otros centros docentes. Reconoce que enseñó, pero que también aprendió mucho de los venezolanos. Nunca pensó que un tiempo tan feliz acabaría de modo tan abrupto y dramático para él.
“Llegué a trabajar a más de 4 000 metros de altura y esto me condujo a una subida de presión que terminó provocándome una neuritis óptica bilateral. Fue imposible continuar en la misión y debí regresar a Cuba, ya con serias afectaciones en la visión. Hice un gran esfuerzo y volví a trabajar en la Casa de Cultura de Bauta durante año y medio, pero salir a la calle se volvió imposible para mí”.
Con evidentes limitaciones para desenvolverse, Ñico exalta a su esposa Yamilé Caro Pérez, quien lo ha sido todo para él en este tiempo de tantas limitaciones físicas. Llevan 11 años de relación y reconoce que, tanto ella como el pintor Adrián Infante, no le han fallado jamás.
Manuel Cisneros Vázquez, el inconfundible Ñico, hombre de palabra fácil y fraterna, amante de la vieja y la nueva trova y, en especial, de la santiaguera, con sitio de lujo en su corazón para Manuel Corona, es un ser con visión muy limitada.
Fue golpeado por esas trampas inexplicables que a veces la vida nos guarda al doblar de la esquina, pero es, sobre toda adversidad, un ser al que la cultura no necesita tocar a su puerta porque siempre la ha tenido abierta de par en par para ella