Camina con paso tan rápido, que cuesta imaginar los 80 años de Enrique Díaz Llanes (Enriquito, como le llaman en todas partes), un hombre todo amabilidad, generoso de corazón y abierto siempre a tenderle una mano al prójimo desde su puesto de laboratorista en el policlínico de Bauta.
“A la hora que me toquen a la puerta, estoy dispuesto para ayudar a quien me necesite”, asegura este veterano, bautense por nacimiento, pero residente en Caimito desde el año 1971, en compañía de su esposa Caridad Suárez (La Niña) y más tarde de sus hijos Enrique y Elizabeth y de su nieta Stephanie.
Estudió para laboratorista en el Instituto Finlay, en Infanta y Lucero, y se convirtió en tecnólogo de la Salud, especializado en hematología. Si en Bauta labora hoy, en el policlínico de Caimito también dejó su huella durante largo tiempo.
En el año 2015 se jubiló, pero retornó a trabajar voluntario en este último centro de Salud, hasta que, finalmente, el policlínico de Bauta lo contrató para la especialidad de Bacteriología.
Sus dones de auténtico hombre de pueblo le permiten, en tiempos de escaso transporte, viajar con cierto alivio de un municipio a otro, cada día, en cualquier “botella”. Algún chofer siempre acaba por llevarlo a su destino.
“Las personas son muy atentas conmigo, tanto las de un municipio como las del otro. Y eso pasa porque el que siembra, recoge. Soy enemigo de maltratar a los pacientes. Ninguno de ellos tiene la culpa de tus problemas ni de las carencias que existan”, asegura Enriquito.
En 1976, junto a miles de cubanos, partió en misión internacionalista hacia la República Popular de Angola, específicamente a la provincia de Huambo, donde, además de su oficio habitual, realizó transfusiones de sangre a más de 100 pacientes.
Con motivo de una operación a su padre, al año debió retornar a Cuba; pero no estuvo demasiado tiempo bajo el sol del Caribe. En 1979, con los cubanos que fueron a derrotar la invasión de Somalia, partió hacia Etiopía, como técnico de laboratorio y de un banco de sangre en la frontera de este país.
De las dos misiones se siente orgulloso especialmente, porque además de haber sido una obra absolutamente humanista y desinteresada, recuerda que sus orígenes en una cuartería bautense estuvieron vinculados a personas negras residentes allí, a las cuales siempre quiso y admiró profundamente.
Enriquito afirma que de su padre, Enrique Díaz Hernández, comunista despedido de la textilera Cayo de la Rosa por sus ideas políticas, aprendió todas las enseñanzas morales que lo llevaron a caminar recto por la vida, y el resto de sus principios los recibió de Martí y Fidel.
Fue dirigente del Partido y el sindicato y hoy es coordinador de los Comités de Defensa de la Revolución en su zona; pero reconoce no contar con virtudes suficientes para ejercer como dirigente u ocupar cargos. Le basta dar el paso adelante siempre y sumarse a las buenas causas dondequiera que lo convoquen.
Así fue cuando lo invitaban a trabajar en labores de la caña, o a cargar cientos de troncos de pinos en la entonces Isla del mismo nombre. O cuando se integró, por espacio de siete años, a las labores agrícolas en las cercanías de la laguna de Ariguanabo y, tras retornar a casa en la tarde y bañarse, irse a fungir como laboratorista en el horario de 5 a 12 de la noche.
“Terminaba ‘matao’. No puedo decirte otra cosa. Yo me miraba al espejo y me decía: si esto dura dos años más, acabo muerto. Pero, con el trabajo en el campo, sin robar ni entrar en ilegalidades, garanticé la comida de mi familia y no dejé de atender a mucha gente que requería los servicios del laboratorio”, relata orgulloso.
Hoy, además de sus funciones dentro del laboratorio, sale a prestarles servicio a cerca de 15 pacientes en Bauta, a quienes, por considerables limitaciones de salud, les resulta imposible salir de sus hogares para asistir al policlínico.
Enriquito evoca sus tiempos juveniles de pescador, su amor por el tango y por la obra del músico ruso Piotr Chaikovski, de quien admira, especialmente, su Concierto Número 1 para piano y orquesta, y recuerda, con todo derecho, una de las frases más hermosas de su admirado Martí, muy a tono con su sencilla y generosa manera de haber vivido siempre: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”.