Vereda Nueva, uno de los pueblos de Caimito con más residentes, no quedó de brazos cruzados ante el empeño del pueblo de Cuba por liberarse de las garras del tirano Fulgencio Batista, quien llegó al poder de la forma más deshonesta el 10 de marzo de 1952 y desató un baño de sangre que al fin terminaría con el triunfo de la Revolución.
Uno de aquellos combatientes, Alejandro González Brito, inscribió su nombre en el más alto sitial de la honra al ser parte imprescindible del levantamiento armado de Cienfuegos, el 5 de septiembre de 1957, que puso en jaque a la dictadura batistiana, la cual arremetió sin piedad contra todos los sobrevivientes capturados, entre ellos Alejandro.
El capitán de navío González Brito, capitán del puerto de Cienfuegos, nació el 9 de abril de 1919 y, tras su detención por los hechos del 5 de septiembre, fue trasladado a la tenebrosa Quinta Estación de Policía, donde fue torturado por los sicarios de Julio Laurent y Esteban Ventura, antes de ser asesinado el 13 de septiembre y lanzado al mar, de donde nunca se pudieron recuperar sus restos.
Quienes evocan a este héroe son tres coterráneos suyos, sobrevivientes de aquellos años brutales: Juan Julio Montesinos Mena, Israel Rodríguez Ramos y Orestes Perera Ortega. Los dos primeros pagaron en las celdas del castillo de El Príncipe el hecho de formar parte de una célula del Movimiento 26 de Julio, fundada en Vereda en enero de 1957, con integrantes que realizaban acciones y sabotajes, colaboradores encargados de la venta y compra de bonos con el ánimo de recaudar dinero para la causa revolucionaria.
Israel, ya con 89 años, es el más veterano de los tres. Recuerda que trabajaba en una bodega de Ceiba del Agua y allí lo capturaron para después juzgarlo y condenarlo en un tribunal en La Habana. Probó la tortura y los desmanes de los esbirros y el infierno de las celdas de El Príncipe, fue trasladado en avión hacia el Presidio Modelo. Donde viviría una historia digna de un libro o una película.
Lo trasladaron, junto a grupo de presos políticos, en un avión militar, dentro del cual hicieron estallar un motín, sin saber a ciencia cierta lo que harían en caso de salir exitosos en medio de aquellas elevadas alturas.
Cuando la victoria de la acción parecía sonreírles, un oficial vestido de civil, en el que no habían reparado, sacó su pistola y comenzó a disparar contra los amotinados hasta causarles varios muertos y heridos. Fue el fin de la revuelta y el pretexto para recluirlos en una celda de castigo del Presidio Modelo durante doce días.
Por suerte, el triunfo del 1 de Enero llegó para librarlo a él y a muchos de aquel antro, tan magistral y descarnadamente denunciado por la pluma del periodista Pablo de la Torriente en su libro Presidio Modelo.
Montesinos, junto a su compañero de causa Israel, Antonio Miguel de la Nuez y Orlando Delgado, pasó por las manos ensangrentadas y el odio desenfrenado de Conrado Carratalá, Esteban Ventura y Orlando Piedra. Tres veces, junto a otros compañeros, lo sacaron de su celda para matarlos.
En El Príncipe, donde el hambre más feroz y el hacinamiento, acabaron por volverse insufribles, asistieron al estallido de un motín el 1 de agosto de 1958, apagado por los rafagazos de ametralladoras Thompson de los guardias del recinto, capaces de privar de la vida o herir a decenas de reclusos.
Conozco la labor de Montesinos desde hace muchos años, no solo por la cercanía a sus dos hijos, sino por ser un referente muy importante de la industria cañera en Caimito. Durante 27 años se desempeñó exitosamente como director del Complejo Agroindustrial azucarero Habana Libre, pequeño central ya desaparecido, pero parte de la mejor historia de Caimito.
Orestes, ya jubilado como laboratorista y colaborador internacionalista en Etiopía, era muy joven cuando su hermano Miguel, tras un frustrado intento de sabotaje, salió herido, pasó a la clandestinidad y no regresó a casa.
Un sentimiento de esperanza llevaba a creer a Orestes y su familia que Miguel tal vez se hallaba oculto o peleando con los barbudos en la Sierra Maestra. Pero la ilusión acabó cuando alguien reconoció entre las fotos de los cadáveres que hallaban en plena vía pública, con obvias marcas de torturas y balazos, el rostro de Miguel Perera Ortega, sepultado en un principio en el cementerio chino de La Habana.
Curiosamente, fue ultimado un día ya muy significativo para la historia de la nación: el 26 de julio, cinco meses antes de que el tirano pusiera pies en polvorosa.
Fue una dura noticia que recibimos luego del triunfo, recuerda Orestes, hoy presidente de la Asociación de Combatientes No 401 en Vereda Nueva, como duro fue asistir al juicio donde comparecieron como acusados algunos de los asesinos de su hermano, cuyos restos fueron sepultados finalmente, de forma honorable y con un desbordado acompañamiento popular, en tierras de su patria chica.
Cuando uno conversa con estos hombres de apariencia común, que nombran con orgullo a muchos otros compañeros de lucha, algunos con obra sobresaliente como Alejandro y Miguel, y otros, en apariencia, sin amplios o ningún espacio en los libros, uno reafirma que la gran historia se nutre de estos afluentes de la llamada microhistoria. Tal como sucede con la inmensa mar, que se nutre de ríos descomunales… y de pequeños, pero valiosos todos.