Los bautenses lo ven cada mañana “fajado” con la reparación de las más diversas marcas de televisores, microondas, cajitas digitales y cargadores de motos eléctricas, en un taller ubicado en una de las entradas del casco urbano.
En ocasiones le llegan equipos dañados, aunque sin muchas complicaciones. Otras veces, junto a los restantes miembros de su equipo, debe sacar el Sol por Occidente para enderezar el aparato dañado y que los clientes tengan de vuelta ese medio en plenitud de forma.

Pero este oficio, que bastaría ser el único medio de vida para cualquier mortal, es solo una parte del empeño diario de Eduardo Pérez Vega, pues a unos kilómetros del taller, en la finca La Belencita, donde reside, lo espera una tarea complicada: continuar la producción de alimentos a partir del cultivo de la tierra.
Por tales motivos, a las 5:00 de la tarde, cuando cierran las puertas del taller, no llega al fin el merecido reposo para Eduardo, sino el instante de chapear, guataquear, podar, fertilizar… en La Belencita.
Estudió ingeniería electrónica, solo que en verdad la agricultura es su obra favorita. Desde que se levanta, a las 5:00 de la mañana, se afana en ella, y ya sobre las 8:30 a.m. se encamina al taller.
Tras su regreso a casa, vuelve a dedicarse a los cultivos y el ganado mayor, un sacrificio diario digno de reconocer, pues ni siquiera el domingo lo libra de las exigencias de la finca que habita, propiedad de su madre, Juana Vega, ya con 71 años, y donde sus hermanos Idalmis e Israel atienden dos parcelas de autoabastecimiento.
En su peregrinar agrícola, Eduardo ha chocado con decenas de dificultades, como la burocracia, la cual superó y convenció de lo imprescindible de contar con un equipo de ordeño mecánico, para humanizar su labor.
También ha actuado con firmeza para detener la prolongación de asentamientos ilegales en su entorno, luego de limpiar el área donde estos “florecieran” junto al marabú y la basura, cercarla y emplearla —con la autorización debida— como espacio para alimentar al ganado.
Gracias a sus desvelos y clara asimilación y puesta en práctica de mejores procedimientos para una agricultura en tiempos difíciles, puede conversar orgulloso sobre la condición Finca de Referencia Nacional, ganada en 2014, y la de Agroecológica, que mantiene desde 2016.
“Tener esta condición te permite venderle también a los hoteles y al turismo, porque a nivel internacional está muy extendida la práctica de consumir frutas, vegetales y productos logrados a partir de fertilizantes orgánicos, no químicos. Pero no te puedes dormir en los laureles, porque es revocable”.
Casi 60 extranjeros han visitado las 3.26 hectáreas de la finca. Han visto la manera en que Eduardo trabaja, con fertilizantes elaborados a partir del excremento vacuno, restos de plantas, y con productos para exterminar plagas, como cardona y tabaquina, a partir del cactus y de los restos del tabaco.
La Belencita es, sin dudas, un bello lugar, una suerte de paraíso en medio de la campiña bautense, donde todo invita a permanecer largo rato, estimulados también por la generosidad de su anfitriona, Marlén Guzmán Enríquez, esposa de Eduardo y propietaria de la finca colindante, en la cual cosechan igualmente diversos productos.
El hurto de varias reses frenó la entrega de leche. No obstante, hombre decidido al fin y al cabo, Eduardo no se anduvo con lamentos; decidió recomenzar y ya fortifica una nave, construida a base de materiales desechables.
En su interior el ganado estará seguro en los horarios nocturno y de madrugada, momentos preferidos por los vándalos para cometer fechorías contra estos animales.
A golpe de pico y pala, sin ayuda de otros brazos, construyó un pozo de 11 metros de profundidad y, con el ánimo de que no le falten alimento y agua a las reses, habilitó nueve cuartones por los que rotan constantemente.
Además, siembra para ellos caña, king grass y plantas proteicas como moringa, morera y titonia. Por si no bastara, suma a sus empeños agrícolas la cría de tilapias en un estanque para consumo familiar.
El corazón sobre la tierra
“Trabajar la tierra no es coser y cantar —sostiene Eduardo Pérez, anapista desde la década del ’90. En Cuba, por desgracia, se han perdido la tradición y la cultura agrícolas. No es un secreto que faltan brazos para hacer producir la tierra.
“Por eso es preciso tener más campesinos, despejarles los caminos de la burocracia, que tanto daño y desencanto causan a los interesados, y estimular con menos impuestos a los mejores productores.”
Y va más lejos Eduardo en sus criterios cuando asegura ser “partidario de que alguien interesado en trabajar la tierra pueda comprársela al Estado. Si no la hace producir, que entonces le pague un impuesto o la venda a otra persona dispuesta a trabajarla”.
Miembro de la Cooperativa de Créditos y Servicios Pedro Lantigua, Eduardo prevé recomenzar la venta de leche al Estado este año, seguir aportando sobre todo productos como mango y aguacate, de los cuales entregó diez y cinco quintales, respectivamente, en 2021, e iniciar la siembra de guayaba roja enana.

Piensa también continuar la donación gratuita de frutas al Hogar para Niños sin Amparo Familiar en Bauta, y abrir una cuenta en Moneda Libremente Convertible (MLC), que le permita encarar nuevas inversiones en La Belencita.
Aunque sus logros llevan un sello personal profundo, no deja de reconocer lo valioso que le ha sido estar asociado al Proyecto (no gubernamental) de Innovación Agrícola Local en Artemisa (PIAL).
Conducido por la ingeniera Irene Moreno, investigadora del Centro de Ciencias Agrícolas, el PIAL le ha facilitado implementos y conferencias para fortalecer la calidad de su labor.

“La agricultura tiene que gustarte para tener éxito en ella. Es muy difícil, y tienes que llevarla en los genes. Yo puedo asistir a mil escuelas de pintura, pero nunca voy a ser pintor porque no me nace serlo. Puedo admirar la pintura, pero jamás voy a ser artista. En cambio, nací con la pasión por la tierra, y a ella quiero dedicarme mientras tenga fuerzas”.