En una época donde el conocimiento viaja por redes digitales, reducir las condiciones de acceso a este es, en esencia, cerrar la puerta del futuro.
Lo es, sobre todo, para quienes estudiamos, investigamos, entregamos tareas, compartimos materiales académicos o intentamos entender, desde nuestra formación, las complejidades del país y del mundo.
Como estudiante universitario que investiga, produce y consume contenidos constantemente, la mayor parte de los documentos que recibo llegan por WhatsApp, que se ha convertido —más que en una red social— en un aula paralela.
Allí intercambiamos con profesores, enviamos tareas, compartimos bibliografías, que es la única vía en la que actualmente adquirimos libros de nuestras disciplinas.
A la par, consulto con frecuencia artículos de revistas científicas, plataformas como SciELO o Redalyc, y materiales que responden a estándares internacionales en cuanto a citas, enfoques, metodologías. Eso exige datos. Exige conexión. Exige acceso estable y relativamente asequible a Internet.
Y entonces ocurre la contradicción: mientras el país aboga por avanzar en su transformación digital, mientras se habla de informatización, automatización y digitalización de los servicios públicos, crecen las brechas que dificultan ese acceso.
La ministra de Comunicaciones, Mayra Arevich Marín, informó en diciembre del 2024 que el consumo promedio mensual por usuario es de 9.9 GB. Sin embargo, la tarifa más alta que puede contratarse en los paquetes en moneda nacional apenas alcanza los 6 GB.
Entonces, el promedio de personas está obligado a comprar paquetes extras. ¿Cómo se llegó a esa contradicción? ¿En base a qué estudios de incidencia se toman las decisiones? ¿Se parte de promedios reales o de cálculos desfasados? ¿Se consideran los perfiles de consumo diferenciados, sobre todo entre los jóvenes y profesionales?
Seamos claros: 6 GB pueden alcanzarle a quien solo revise su correo electrónico o use una aplicación de mensajería con poco contenido multimedia. Pero no para quien estudia carreras donde el volumen de datos a manejar es alto; no para quien descarga libros, consulta bases de datos, asiste a videollamadas o simplemente se informa desde diversas plataformas. Lo peor de todo es el precio para los estudiantes, y para los padres de esos estudiantes. Porque cuando se acaba, hay que recargar. Y entonces entramos en el terreno más sensible: el salario.
¿Qué opciones tiene un estudiante cuyo estipendio no alcanza para pagar un paquete adicional? ¿Hay que pagar otro paquete con precios que rozan o superan el salario básico? ¿Hay que pagar en USD por datos extras en una moneda que ni siquiera circula legalmente como forma de salario?¿Acaso el acceso a Internet ha dejado de ser un derecho para convertirse en un lujo?
Desde las universidades, a duras penas conseguimos una conexión estable. Y eso lo saben quienes diseñan las tarifas. Entonces, ¿para quién piensan estas políticas?, ¿para quién es la informatización si no se garantiza primero el acceso?, ¿estamos hablando de un servicio público o de una tienda virtual de telecomunicaciones?
La estructura de tarifas, los costos, los servicios adicionales, responden más a la lógica del mercado que a una misión social. Y eso tiene consecuencias reales: una tesis que se atrasa, como la que ahora mismo me encuentro realizando para graduarme en Periodismo, una investigación que no se puede completar en tiempo. Cada anuncio de “ajuste” tecnológico debería venir con su correspondiente traducción social.
¿Seguiremos pagando más por recibir menos? ¿En qué momento se rompió la sintonía entre el proveedor y el pueblo? ¿Dónde quedó la conexión —la otra conexión, la humana, la empática— con quienes hacen uso del servicio para estudiar, enseñar, investigar, superarse? Sin acceso real a la información, incluso criticar con fundamento se vuelve más difícil. Y eso debería preocuparnos mucho más.