Quien mejor sabe cuán alto puede saltar el ser humano, sin más apoyo que el de sus propios pies, es el cubano Javier Sotomayor, el Príncipe de las alturas. Ningún otro ha llegado más cerca del cielo de un solo brinco; él se elevó hasta 2,45 metros en Salamanca, España, y posee 17 de las 25 mejores marcas por encima de los 2,40.
Pero incluso los 2,43 que rebasó antes, el 8 de septiembre de 1988, están a punto de cumplir 37 años de manera imbatible. De modo que su casi inalcanzable récord de 2,45 cumplirá el 27 de julio 32 años.
El límite alcanzado por el Soto equivale a saltar por encima de una puerta de tamaño estándar; por encima del caballo Bárbaro, una leyenda de las carreras; o del basquetbolista chino Yao Ming, un gigantón de 7,6 pies.
Tiempo atrás, el ucraniano Bohdan Bondarenko y el qatarí Mutaz Essa Barshim realizaron saltos que hicieron pensar que tal vez le había llegado la hora a la primacía establecida en 1993. Pero aquel asedio fue un espejismo.
Entre los años 2000 y 2009 solo hubo tres estirones sobre 2,40. En 2013 Barshim volvió a rebasarlos, y Bondarenko voló dos veces sobre 2,41. En 2014 Barshim amenazó con 2,43 y 2,42, Bondarenko estampó un 2,42 y el ruso Ivan Ukhov 2,41; mientras, Andriy Protsenko (otro ucraniano), Aleksei Dmitrik (otro ruso) y el canadiense Derek Drouin saltaron 2,40. Luego, únicamente Barshim lo logró en 2015 y en 2016.
Hasta el propio Sotomayor considera que alguien va a romper su cota algún día. “Los récords nunca son eternos; están para eso, para superarse. Como vimos en el caso de Bob Beamon, en longitud, un día aparecerá alguien que superará el mío, o un bólido más rápido que Usain Bolt, por muy difícil que parezca”.
Lo cierto es que el tiempo pasa. Él rebasó los 2,40 metros en 21 oportunidades. Es plusmarquista mundial desde 1988, cuando estableció su primer récord.
Era habitual en él elevarse sobre tales alturas. Con apenas 14 años ya superaba con asiduidad los dos metros. Y en el Campeonato del Mundo junior, de 1986, celebrado en Atenas, un salto de 2,36 le deparó la medalla de oro y el récord mundial de la categoría.
Dos años después, no pudo acudir a los Juegos Olímpicos de Seúl, en 1988, pero batió la cota del mundo absoluta al aire libre, y se confirmó como el número uno de la especialidad. Es el más grande saltador de altura de todos los tiempos. Posee un medallero repleto, con cuantos títulos existen, incluido el de Príncipe de Asturias de los Deportes, conquistado en 1993.
Campeón olímpico en los Juegos de Barcelona’92, seis veces monarca mundial (cuatro en pista cubierta), tricampeón de los Panamericanos y de los Centroamericanos, fue seleccionado en cuatro ocasiones como el mejor atleta de Cuba y cinco de Latinoamérica. Además, resultó elegido entre los 100 mejores atletas cubanos del siglo XX.
Pese a haber implantado su primera plusmarca a los 16 años, y percibir considerables ingresos aún por sus imbatibles récords de 2,45 al aire libre y 2,43 bajo techo, se le reconoce como un deportista de notable modestia y gratitud. En cierta oportunidad afirmó que quien ha de ser verdaderamente inolvidable es su entrenador: José Godoy.
Cubanos y españoles todavía recordamos aquella jornada en Salamanca, cuando a pocos metros de la varilla repasó mentalmente su salto: la carrera y el despegue. Revisó la película en la cabeza, suspiró, abrió los ojos y se lanzó con una carrera medida y potente.
En un instante se elevó oblicuo a la varilla, dobló la espalda y tocó el listón con la parte dorsal. Las piernas pasaron tras un extraordinario golpe de riñones. Aunque la varilla se tambaleaba, estaba seguro de que no caería. Salió como un huracán de la colchoneta. Acababa de batir el récord mundial. Entraba para siempre a la historia.