Más de 40 años con cofia y vestida de blanco en el Hospital José Ramón Martínez Álvarez no le alimentan las ansias por las entrevistas y el protagonismo. A Sara Acosta López se le ve pausada, siempre diligente y un tanto reacia a cámaras y grabadoras.
Lleva casi toda la vida entre los niños, tanto que confiesa su obsesión por la neonatología. “Me hice enfermera pediatra en el William Soler. El país necesitaba esta profesión y abrieron la matrícula cuando cursaba el noveno grado. Hice las pruebas de aptitud y comencé a estudiar allí”.
Sara fue la primera “seño” graduada en incorporarse a este centro asistencial; las que trabajaban eran auxiliares y se fueron para el curso de convertidoras. En ese momento se quedó al frente de la Sala de Respiratorio, con solo 16 años.
De aquel reto conserva muchas enseñanzas, asegura. “Tenía el conocimiento teórico; sin embargo, la práctica me la enseñaron las propias auxiliares. A los dos años, cuando regresaron las enfermeras, me captó el doctor Cárdenas para neonatología. A partir de ahí me voy a estudiar la especialidad a Güines y durante tres décadas me desempeñé como jefa del servicio”.
El pasado del José Ramón Martínez como institución general docente todavía despierta la añoranza de muchos trabajadores de esa época, entre ellos Sara. En su segundo período como jefa de enfermeras, llegó la decisión de convertir el hospital en pediátrico, lo cual ocasionó criterios encontrados en el sector y el pueblo de la llamada Atenas de Occidente.
Pese al dolor, Sara decidió quedarse en el lugar que tanto ama, donde colegas y pacientes reconocen su entrega. En la actualidad es la jefa del cuerpo de guardia de emergencia, una misión que le enorgullece también. “El choque fuerte se produce en la emergencia, cuando ofrecemos los primeros cuidados y luego se decide si pasar o no al paciente para terapia.
“Son muchas las historias bonitas; la mayor satisfacción es ver a ese niño que atendimos en estado grave egresar del hospital. Una vez que salen caminando, en buen estado, o cuando nos recuerdan; esos detalles nos llenan de alegría”.
Para Sara, la enfermera debe sacrificarse por lo que disfruta hacer. Además, “necesita mucho valor humano, porque en la neonatología la familia te confía a ese bebé que no habla y, por tanto, no sabe decir dónde le duele ni qué desea. De ese modo se precisa máxima sensibilidad y ponerse en el lugar de los padres”.
Formadora de varias generaciones desde la asistencia médica, Sara a su vez aún venera a quienes derrocharon ternura en cada sala: María Beato Valdés, de 91 años, quien laboró como enfermera neonatóloga; Raquel Hernández, jefa de Cirugía al momento de la jubilación; los doctores Arturo y Alejandro Jiménez…, entre otros tantos nombres imprescindibles.
El almanaque, implacable como siempre, ya le indica el momento de marcharse. “Mis hijas y esposo quieren que me retire, pero el director y su equipo no me dejan (risas). En cambio, ya me siento cansada. Trabajábamos con mucha intensidad, pues no existían hospitales en San Cristóbal ni en Artemisa y todas las mujeres daban a luz aquí. A veces teníamos más de veinte nacimientos diarios”, rememora.
A Sara le desborda la pasión. Hasta supo apropiarse de la historia de dos siglos del José Ramón Martínez, concebido desde la colonia española como punto de sanación para las tropas, cuando su conciencia la llevó a defenderlo con uñas y dientes. No existe sombra alguna de duda al afirmar que “si vuelvo a nacer, sigo siendo enfermera”.