Se tornó en gris la tarde soleada de San Pedro cuando fue tocada la tierra con sangre de Maceo y de Panchito aquel siete de diciembre. La inmortalidad ganó el combate a su caída y al dejar sus vidas en el campo de batalla los convirtió de inmediato en símbolos de lucha, intransigencia y valor a toda prueba.
No podía ayer, no puede hoy desaparecer tras la niebla del olvido aquel mulato oriental que – conminado por la madre tierna y fiera – juró frente a la cruz, junto al padre y los hermanos, liberar a Cuba o morir en el empeño; aquel que marcó en Baraguá el espíritu irredento de su pueblo, el que no esperó nada de los norteamericanos y prefirió fiarlo todo a sus propios esfuerzos sin mendigar derechos que salió siempre a conquistar con el filo del machete.
No olvida la Patria agradecida a su Lugarteniente general, a quien no pudo estar nunca donde no existiera el orden y la disciplina, al que supo conducir como centauro victorioso hasta los confines de occidente la campaña invasora y dio al enemigo una sola alternativa si intentaba apoderarse de Cuba: “…el polvo de su suelo anegado en sangre si no perece en la lucha”.
Y no fue menos el Capitán Francisco Gómez Toro, que casi niño reclamó al padre heroico, al Generalísimo, el derecho a luchar por Cuba libre en el campo insurrecto. Porque “El mérito no se hereda, hay que ganarlo”. Pudiendo escapar de la muerte brutal a manos de un guerrillero, en singular muestra de lealtad prefirió no abandonar a su jefe y morir con él.
Con la muerte del Lugarteniente general y de su ayudante, San Pedro dejó de ser un punto desconocido de la geografía nacional. Es desde entonces nuestro Dos Ríos, nuestro San Lorenzo. Es altar sagrado San Pedro y cabecera del surco que pasando por los pozos de Lombillo termina en el Cacahual, donde germinan las semillas heroicas del Titán y de Panchito.