Historias de pasados dolorosos marcan casi siempre el punto de partida en Quisicuaba. Allí, donde el naranja se convierte en impulso para ser feliz y llena de energía constructiva, florecen a diario historias de amor y entrega que poco a poco llena de luz oscuros pasados.
Delante de mí, un rostro joven, el de Gleisy sonríe, aunque en sus ojos pueden advertirse aún, días de dolor. Su caso fue quizás lo que impulsó a la asistente social Yaquelín Díaz Morejón a enamorarse más de su profesión.
“Es como una niña; cuando llegó apenas hablaba ni contenía sus necesidades fisiológicas, reflejo de una vida infeliz, de maltratos y enfermedades, de abandonos. Aquí la ayudamos a todo: a bañarse, a comer, lavamos sus ropas y conversamos mucho. Así hemos logrado que hable, socialice un poco- Ya se arregla, se baña y viste sola. Ha ido aprendiendo poco a poco a arreglarse”.
En Gleysi sobre todo ha centrado sus atenciones la también joven asistente social, y eso se refleja en la lágrima que asoma en sus ojos, mientras su voz advierte el tono maternal de quien, más que una tarea, cumple con el humano deber de ayudar a quien lo necesite.
Luego me habla de Milagros. “Llegó con mucho miedo; apenas caminaba y estaba todo el tiempo en posición fetal, como protegiéndose. Ya camina, se combina su ropa y se viste sola”, me dice ya sonriente, pero la mirada vuelve a nublarse. Ha recordado a María.
“Falleció hace unos días. Tenía 73 años, pero un alma joven, capaz de contagiar. María fue enfermera instrumentista del hospital Hermanos Ameijeiras, pero los avatares de la vida la llevaron a vivir en la calle. Desde que llegó supo transmitir a todos su carácter jocoso y su cariño; era el alma de aquí. Ella ayudó mucho a Gleysi a salir de un encierro”, asegura Yaquelín.
A su lado, Yudith Pérez Rodríguez, licenciada en Tecnologías de la Salud y Servicios Farmacéuticos, corrobora cada historia y suma elementos desde el punto de vista humano y de los padecimientos de cada quien.
Dos meses han bastado para enamorarse de este proyecto y poco a poco ha ido conociendo al detalle las medicinas y los horarios de cada paciente. “Aquí casi todos requieren de algún tipo de tratamiento, indicado por un grupo multidisciplinario que los evalúa cada miércoles. Luego, de conjunto con las enfermeras de guardia, preparo siempre en las mañanas los medicamentos a cada uno para suministrarlos en el horario correspondiente”, asegura.
Señala con orgullo el avance de cada conviviente. “Cumplimos con la medicación, pero cuando los vemos mejor y compensados, consultamos con los especialistas para bajarles dosis e insertarlos en las actividades. Aquí buscamos que sean más independientes y socialmente participantes”, explica.
Por eso no sorprende verlos en su cotidianidad, reunidas las mujeres en torno a las enfermeras Rosita y Gladys, haciendo la gimnasia matutina, hablando de historia, de noticias de actualidad y bailando, una de las actividades favoritas allí.
Mientras, los hombres prefieren ocupar su tiempo jugando dominó u otros juegos de mesa, y hay hasta quien encuentra en el trabajo del campo una manera de ser útil.
Al final del pasillo, Rosa Delia Hodelin Eleason, la enfermera Rosita, con amplia experiencia de trabajo en hogares de ancianos y centros psiquiátricos a lo largo de sus 39 años en Salud, alcanza crayolas y hojas a sus muchachitas. Ella bien sabe moldearlos. “No es solo preocuparnos por su salud. Hay que trabajar integralmente con ellos, desarrollar sus mentes, que nos vean como familia”.

Por eso Rosita acicala a las mujeres y conversa mucho con ellas sobre bienestar físico, higiene, belleza. A la par, confiesa que aprende mucho cada día y hasta ha recibido buenos consejos de cómo cuidarse las uñas, la piel, el cabello.
La licenciada en Enfermería Gladys Barbón también aporta lo suyo, con esa dosis extra de amor que la hizo reincorporarse a este proyecto, luego su jubilación. “Soy de Alquízar, pero cuando me hablaron de este centro me encantó la idea y decidí venir”.

Aunque trabaja hace apenas un mes, ya domina también nombres, tratamientos y comparte con Rosita la alegría de cada paciente que mejora, como Armando, que llegó en muy malas condiciones y ya exhibe un mejor rostro.
Allí florecen a diario quienes sufrieron maltratos físicos o mentales. Son sus dibujos también una prueba fehaciente de amor y de avances. Lo saben las enfermeras, cuando orgullosas comparan lo pintado semanas atrás con estos nuevos, los del día de nuestra visita, cuando dibujaron flores, la bandera cubana, y hasta hubo quien se atrevió a dibujar el paisaje, con todos los detalles, tal como le enseñaron de pequeña en una casa de cultura.
«Kissicuaba es mi hogar» podía leerse claramente en uno de ellos, cuatro palabras que reflejan el sentir de quien ha encontrado allí los afectos de una gran casa donde cada cumpleaños es una fiesta y la enfermedad de uno se convierte en motivo de desvelos, ocupación y preocupación del resto.