-¡Tengo unas ganas de que se acabe el día!-, vociferó la dependienta. Levanté la vista de la pantalla del celular. En mi rostro expresaba un asombro incontenible. Era sábado, 23 de diciembre.
Tal vez no fui la única estupefacta aquella mañana de compras para garantizar una cena de Nochebuena, sino a la altura de lo que espera y merece la familia, al menos decorosa. Creo que tampoco es necesario precisar qué tipo de moneda rige en el establecimiento, cuántos esfuerzos realizan muchos clientes para acceder a la misma, por unas u otras vías, además del desbalance entre los importes y su conversión, contra el cambio en el mercado (in)formal.
La jovencita parecía hastiada de su labor y de un salario fijo que quizás no distingue a quien vende más y mejor, al que pinta una sonrisa pese a los inconvenientes con el transporte, el abasto de agua, la escasez de medicinas y alimentos que padecemos todos, y a nadie faculta para humillar a los demás.
Para colmo, una compañera de trabajo se me acercó con insatisfacciones sobre el desempeño de otros colegas de nuestra protagonista. Sí, la chica extenuada de público, códigos de barras, tarjetas… En fin, más de lo mismo, porque a mi amiga nadie le explicó claramente el motivo para no venderle una crema de peinar y las propiedades de un champú de su interés.
La indiferencia se adueña de no pocas instituciones estatales y negocios privados, dedicados a la prestación de servicios; el fenómeno ya no discrimina formas de gestión ni tarifas, mientras algunos nos preguntamos ¿dónde quedó el detalle? Preocupa y se reitera sin parar, con las lógicas consecuencias para los del otro extremo del mostrador. Por si los ejemplos anteriores no bastaran, abundan experiencias sobre “daños colaterales, cuyas víctimas son, por lo general, los inocentes. Incrementos o violaciones de precios, ausencias de funcionarios, maestros y otros servidores públicos a sus centros laborales, chapucerías constructivas, reiteradas quejas contra organismos e instituciones muy lejos de honrar sus compromisos sociales.
No existen justificaciones en materia de maltratos. De una forma u otras, millones de cubanos padecemos a diario las consecuencias de un ritmo de vida vertiginoso, asfixiante, en el que el desinterés se ceba a pasos agigantados. Bajo esas mismas condiciones, otros se esfuerzan por salvar una vida, ofrecer la orientación oportuna, mostrar lo mejor de su arte, concretar sueños, establecer alianzas.
Parece fácil, cuando sabemos que no lo es. En muchas ocasiones reaccionamos de la misma forma en la cual nos trataron, hasta viralizar la grosería, e labuso, la sinrazón.
Ante tan poco control externo sobre lo que afecta a la mayoría, se me antoja aleccionadora la frase atribuida a Mahatma Gandhi: ¡Sé el cambio que deseas ver en el mundo!.
La máxima bien podría encontrarse en cientos de puntos de venta, entornos laborales, proyectos comunitarios , donde quiera que se reciban seres huma- nos y el placer de serles útil supere los avatares cotidianos. Simplemente gracias a los que transforman en milagro el barro, es posible y gratuito.