Recuerdo aquella pequeña entrevista a Hugo Chávez en el Palacio de las Convenciones, en el año 2000, durante la anterior Cumbre del Grupo de los 77 en La Habana. Hoy puedo revelar que estaba donde no debía estar, esperaba a quien no debía esperar (movido por el afán de la primicia)… y ni siquiera sabía a quién iba a abordar.
A los periodistas nos habían advertido que el protocolo diplomático exigía un área reservada para los 40 mandatarios presentes. Tampoco podíamos llamarlos. Pero tres “indisciplinados” nos apostamos a las afueras del plenario, en espera de la salida de algún Jefe de Estado.
Durante la sesión de la mañana, la prensa les cayó encima como avispero a varios cancilleres, sobre todo a los de habla hispana; con esas declaraciones, muchos se dieron por satisfechos. Por supuesto, no sería igual contar con las palabras de un presidente; por eso aguardábamos.
Como a las 6:00, tras toda la tarde al acecho, uno salió a tomar café y el otro decidió que no tenía que probar nada a nadie (con una hoja de servicios notablemente amplia, incluso al lado del Che). Así que me quedé solito. Para un casi recién graduado, nada podía ser más importante.
Y entonces las puertas del plenario se abrieron y salió el presidente Hugo Chávez. Pudiera decir que mis ojos se iluminaron y mi corazón saltó, pero no lo recuerdo; solo sé que corrí donde él grabadora en mano.
No voy a olvidar nunca su sonrisa y disposición a responder al inoportuno periodista que interrumpía su receso. Sin premura alguna, me habló del motivo de la Cumbre y los retos de los países del Sur; sin embargo, al concluir, se apartó hacia un lado para seguir hacia delante.
Yo aún no tenía suficiente, de modo que me interpuse en su camino, volví a alzar la grabadora y realicé una nueva pregunta. Otra vez la sonrisa franca —franca de veras— y la respuesta lúcida, objetiva, certera. Esta vez, terminó y se apartó al otro lado… y volví a atravesarme.
Era el broche de oro. No podía renunciar. ¡Y vaya si valió la pena! Sin molestarse, como era su derecho ante tanta impertinencia, me dijo aquella frase de “mirar más a la Cruz del Sur que a la Estrella Polar”.
Nunca había escuchado nada semejante. No habían fundado Telesur, pero ya Chávez hacía nacer el que sería su slogan: “Nuestro Norte es el Sur”.
Cualquiera pensaría que este fastidioso periodista era también un valiente. ¡Ni hablar! La mano en la grabadora se mantenía firme, a la altura de los labios del presidente; mientras, las piernas temblaban como si tuviese un terremoto “microlocalizado” de 7.5 grados en la escala de Richter. Nunca supe si él lo percibió.
Tras esa respuesta, me tomó muy fuerte de los hombros, como si en ese apretón estuviera abrazando a Fidel y a todo el pueblo de Cuba; me dijo algo así como “¡Un abrazo, camarada!”, dio media vuelta y regresó al plenario. Entendí bien claro que en ese cariño sincero iba mezclado un “¡no j… más, mi hermano!”
Estaba muy feliz con mi pequeña entrevista ¡exclusiva, además!, aunque no dejaba de sentir cierto remordimiento por estropearle su momento de tomar café, ir al baño o quizás de estirar las piernas al gran amigo de Cuba.
Ahora vuelven a reunirse los países del Sur en La Habana, en otra Cumbre del Grupo de los 77. Esta vez mi labor periodística no me llevó al Palacio de las Convenciones. Tampoco irán Chávez ni Fidel. Pero estoy seguro de que ellos sí estarán.
