Creo en la historia que palpita y sobrevive aunque difusos sean los años. La conexión humana del pasado con el presente y el futuro es un acuerdo indescriptible que perdura en el tiempo. Nos obliga a conocer sus esencias y en cambio a honrarlas. Ese es el sentido mágico de preservar lo que ya no está, pero yace en memorias y deseos extraordinarios, valiosos y a veces, tristemente, poco reconocidos.
La primera vez que conversé con Reinaldo Barbón Rodríguez entendí el significado de la humildad. Desde la restaurada casa de Úrsula Lambert, en las ruinas del antiguo Cafetal Angerona, me recibió a brazos abiertos después de pedirle un encuentro. Andaba repleto de notas escritas, muchas de ellas sobre las piedras y rincones del lugar, y encima su novela que, días atrás aprovechaba para leer en mis ratos libres.
Fue La virtud del silencio: roble, café y amor mi primer descubrimiento del cafetal más importante de Cuba en el siglo XIX. Reinaldo, quien escribió sus capítulos dentro de la antigua casona de Don Cornelio Souchay, la habitación de Úrsula Lambert, los rastros -casi intactos- del majestuoso acueducto o la tumba de su dueño alemán, nos presenta desde su singularidad, la propia cultura. Atrapa con descripciones que van hacia las costumbres de los esclavos, la riqueza, la geología, la geografía, y poderosas leyendas.
El libro cuenta la historia y recrea la ficción, pero diría –sin temor a equivocarme- que en sus páginas también está plasmada la vida de un ser humano entregada por completo. Ya no podemos hablar de recorridos sin Barbón porque a todos acude sin cansancio, siempre nos cuenta un nuevo detalle o se le ve emocionar tocando maderas y piedras en la que define como su segunda casa.
Ahora le corresponde escribir un nuevo capítulo: el de su jubilación; y aunque los días ya no estén teñidos por el cantar de aves o la hermosa vista, sigue siendo de allí, como en sus años de guardián, bajo lluvias, intenso calor, o frialdad.
“Es inolvidable mi primera vez en Angerona. Fue en el año 1972 cuando todavía era estudiante. Aquel día vine con amigos y sentí, en medio de las sensaciones que provocó el lugar, una bulla al fondo. Eran campesinos destruyendo una torre para construir sus casas. Los requerí porque sentía que aquello era un acto terrible. Ellos me amenazaron, entonces decidimos seguir el recorrido para no buscarnos problemas”, rememora Reinaldo.
“Una vez en las ruinas del que fuera el pueblo esclavo se movió una piedra. Limpié el sitio junto a mi hermano y encontré el ajuar de un mayoral. Debajo de esa piedra había un cuero podrido, un revólver, el cabo del látigo y las cuatro llaves del barracón. Maravillosa sorpresa que luego entregamos al museo de Artemisa.
“Las ruinas me marcaron, e incluso escribimos para la revista Bohemia una crítica en aras de evitar los actos vandálicos de destrucción que allí sucedían. En mis ratos de estudio como geólogo, visité cuando podía el cafetal y esa conexión me fue enamorando. En 2011 me proponen atender Angerona como técnico-guía, y sentí satisfacción; yo quería terminar mi vida útil de trabajo en este lugar.
“Nos honraron importantes visitas de todos los continentes, incluso una pareja de vietnamitas escogió Angerona para su boda. Es el lugar de fotografías y de citas para la inspiración. Hasta aquí han llegado diplomáticos, ministros y personalidades de la historia de Cuba.
“Los niños acompañados por sus padres o maestros son recibidos durante todo el año, interesados en conocer las leyendas y pasajes del lugar. Es satisfactorio verlos escuchar con mucha atención sobre el glorioso pasado que aquí se vivió.
“Toca la jubilación, es un proceso necesario. Los próximos años no serán diferentes, creo que los viviré con igual tranquilidad, la misma que me regalaron las ruinas del cafetal.
“Hoy recibo cartas de personalidades y herederos de hacendados cafetaleros. Escribo mis investigaciones geológicas, sobre Angerona y cafetales de la Sierra del Rosario, paso tiempo con mis nietos y atiendo las abejas de la tierra que tengo en casa, pero cuando me avisan para venir a este lugar nunca me niego. “Angerona nunca fue un trabajo, es mi segunda casa y también mi vida, inspiración diaria para buscar en archivos, entre sus árboles y debajo de su tierra”, concluye emocionado.
Con el mismo olor a café y roble que nos reciben tras atravesar un extenso camino de palmas, las ruinas del antiguo Cafetal Angerona están vivas. Pasará el tiempo y perdurará la memoria, pero nunca habrá sido en vano el trabajo de Reinaldo Barbón Rodríguez, un hombre extraordinario, que contó entre avatares y ensueños, la espiritualidad de un sitio sorprendente, Monumento Nacional, al que siempre necesitamos volver.