“Sí, soy marieleña… y ¡con mucho orgullo!”, he afirmado en más de una oportunidad. Y aunque en reiteradas ocasiones mi Mariel me duela, hay algo en ese azul predominante, en el olor a salitre, en sus calles, en su gente, que me hace sentir ese pedacito tan mío; tal como pudiera sucederles a otros lugareños, que incluso, aún distantes, lo llevan consigo.
Sentido de pertenencia, podrían decir algunos; identidad, otros, y hasta herencia, ¿por qué no?, si he compartido y comparto el sentir de quienes me antecedieron, por este pueblo. Lo cierto es que resulta difícil no mostrar apego por el lugar al que nos unen tantas vivencias en común.
Desde hace apenas unos años, cada 23 de junio se celebra el Día de la Identidad Marieleña, una fecha que aún precisa de tiempo y voluntades para fomentar su arraigo entre la mayoría y que sea, quizás, tan conocida como la tradicional conmemoración el 15 de octubre de nuestra patrona Santa Teresa de Jesús.
Cada junio se recuerda aquella primera misa acontecida en 1805 en la casa de Don Antonio Plasencia: ante un inminente desembarco de los ingleses por la costa, el capellán de un bergantín español convocó a las familias para oficiar una misa a favor de la paz, bendiciendo al nuevo poblado. Sus primigenios habitantes no dudaron en defender el pueblo, por lo que se escogió la fecha del 23, en honor a la actitud asumida.
Con más de dos y medio siglos de historia, aciertos, desaciertos, luces y sombras, Mariel ha forjado en su cultura, su gente, su identidad, sus rasgos distintivos…
Tradiciones, costumbres, valores, también forman parte de este entramado, y disímiles espacios nos identifican, desde la bahía en forma de bolsa que le adjudicó el sobrenombre de Villa Azul, hasta el Palacio de Rubens, conocido como la Academia Naval o, simplemente, El Castillito, que se alza en la loma de La Vigía, pese a albergar más de un siglo y lamentable deterioro.
Este año, Mariel celebra su 255 aniversario y más allá del sitio en el que para muchos ha transcurrido la vida, no se puede hablar de este pueblo de pescadores sin mencionar su litoral, sus barrios tradicionales, el malecón, el motel La Puntilla, el parque central, la iglesia parroquial, el kinfuiti, la apenas sobreviviente casa de la primera misa, el estadio que año tras año cosecha la esperanza de volver a renacer, el museo que anhelamos finalmente abra sus puertas…
Los principales acontecimientos de los que ha sido testigo, las figuras que han nacido de este terruño, incluso, hasta los personajes más emblemáticos, esos que no nacen de hazañas, sino de la cultura popular, son parte indiscutible de su historia.
La central termoeléctrica, la fábrica de cemento, los puertos y astilleros, la Zona Especial de Desarrollo… lo han definido como un municipio industrial. Sin embargo, pese a contar con muchas fortalezas, permanece latente el deseo de una imagen renovada que reclaman por décadas sus arterias principales.
Entonces, Mariel, también duele, sobre todo en los cambios que se precisan y esperan. Duele en cuanto pudiera hacerse mejor, en la cultura del detalle, en los espacios perdidos y en los que han sido víctimas de la inercia, en la contaminación ambiental, en sus contrastantes viales…
¿Que necesita transformaciones? ¡Muchísimas! ¿Que el camino a andar puede tornarse angosto? ¿Que se precisa de voluntad? ¿Que hay que darles vida a nuevos proyectos? También es cierto.
No obstante, Mariel, desde ese sentimiento indescriptible, también nos llena de orgullo, y desde cualquier latitud decir “soy marieleño (a)”, regocija sobremanera.