En uno de los sitios más bellos de la geografía artemiseña, donde la naturaleza prestigia el entorno, en el kilómetro nueve de la carretera de Soroa, Candelaria, se asentó hace más de 25 años una familia habanera del Cerro, procedente de las cercanías del hospital Salvador Allende, la Covadonga, como le conocemos la mayoría de los artemiseños.
“Aquel tiempo, nombrado como Período Especial en Cuba, en La Habana fue muy convulso. Quisimos buscar paz y armonía. Sacar de aquel bullicio a nuestros hijos varones y adolescentes, encontrar un quehacer sano y estabilizar a la familia”, cuenta, con mirada fija en el horizonte, Carlos Guimerá Álvarez, el esposo de Rosa, hermano de Isidoro, padre de Carlos Rafael y Lázaro, además el suegro de Yairelis.
Una casita de tablas le abría las puertas a una vida nueva. ¿Qué hacer en este paraje de campo?, se preguntaba por aquel entonces con unos 36 años,
quien ahora suma 61 y venía del trabajo en una unidad de Propaganda del Partido, sin más oficio válido que el de ser útil y la voluntad de siempre tener algo que hacer.
Las largas caminatas loma arriba y abajo, las bondades de un río y el marabú abundante por la zona, asegura le fueron dando las primeras respuestas, mientras el programa de la Agricultura Urbana, Suburbana y Familiar le proporcionaba el camino seguro para toda la familia.
Marabú y creatividad a mano
“No cogerle miedo al marabú y sacarle provecho era por aquel entonces la convocatoria del sensible Programa que nacía como oficio y solución para algunos de los problemas del país.
“Hubo quien le dio de lado a las espinas, otros las deshicieron y en su sitio hay cultivos prósperos, campesinos que lo convirtieron en carbón y hasta lo exportan, otros lo usan como postes para cerca, entre varios aportes de la planta; en cambio acá la creatividad se apoderó del patio y confeccionamos, desde rústicas macetas de disímiles formatos, hasta banquetas, mesas, sofás, butacas…”
¿Muebles de marabú? Pues sí, asegura Isidoro, y escoge de aquellas muestras que tiene en su ánimo multiplicar con sus manos tatuadas por el tiempo. “El mismo hombre que dejó La Habana para vivir en Soroa, encontró aquí su remanso de paz y subsistencia, entre bejucos de canasta o mimbre, me aclara.

“Hay materias primas que se nos ponen difíciles, la naturaleza siempre nos da cuanto necesitamos, pero se precisa más, y aún no se concreta un contrato o encadenamiento entre diferentes formas de gestión que nos aseguren cómo trabajar”, acota laborioso.
Por su lado, Carlos nos habla de alambres para enlazar uno y otro madero. “Antes lo compraba en Materias Primas, ya no existe esa posibilidad, no obstante, intentamos no desechar ese tipo de macetas por ser prácticas y económicas: le hacemos el fondo con laticas de refrescos u otro líquido, recolectadas en muchos sitios.
“Incursionamos en otras macetas con las propias piedras del río, también de mucho agrado y varios formatos, incluso, con pedacitos de azulejos.
En principio fue para entidades cercanas como el Orquideario Soroa y el Hotel. Además, un empresario habanero nos halagó el trabajo y lleva nuestros productos a casi 80 kilómetros de aquí. Así hemos logrado ampliar la comercialización; sin embargo, el cemento nos estrecha la producción”, explica.
Un patio, con manos de excelencia
Ella riega, siembra, coloca en macetas o trasplanta, abona, vende, sugiere las mejores especies para la sombra o el Sol. Así amanece, poco después de tomar el café y preparar a los niños para la escuela, Yairelis Domínguez Izquierdo, la esposa de Carlos hijo, o Charles, como le conocen; la nuera que también encuentra sostén y afán entre plantas ornamentales.
“Siempre hay algo que hacer en los viveros”, asegura con esa dicha propia del trabajo útil, una enseñanza que trasmite a sus hijos, pues al parecer este “negocio”, con mucho de vocación y sentir por el verde, se queda en familia, de ahí que cierta planta de café tiene a uno de los pequeños como su cuidador.
Muy cerca Rosa, la longeva habanera que una vez al año pone los pies en la capital de todos los cubanos, y exhibe sus 61 años con total transparencia y orgullo, dice que “las plantas con flores son sus preferidas. Aquí encontramos paz, y educamos hombres de bien con el trabajo de sus manos, la mejor manera de verlos crecer”.

Regar en las mañanas, pues en las noches sube la humedad; ubicar al Sol, sombra o ambientes húmedos según las características de la planta; usar abonos naturales como el de la palma hecha polvo; no dejar entrar al vivero al sapo gangarria, venenoso y con piel tóxica o crearle una maceta para su hábitat, son algunas de las acostumbradas prácticas de los Guimerá Álvarez.
Allí, a nueve kilómetros de donde entronca la carretera de Soroa y cerca de Hotel, hay parada casi obligada si al subir la loma desvías a izquierda la mirada y te topas con el vivero El Cerro, pues el nombre sí es parte de lo que aún le queda de habanera a esta familia candelariense, ahora perteneciente a la Granja Urbana del municipio.
Para quienes empezaron por estos lares solo con instintos de preservación, deseos de hacer, unas pocas violetas en bolsas y algunas macetas de marabú, 800 metros cuadrados de tierra se convierten en sustento, presente y futuro, así como lo pensó Fidel, al crear hace 35 años el movimiento de la Agricultura Urbana, Suburbana y Familiar.