Cuando surgió la idea de escribir sobre el deporte de los súper reflejos, sabía que su nombre no podía faltar. Reflejar en palabras el empeño de este entrenador, fue deber y a la vez privilegio.
Una vida dedicada al voleibol merece respeto. Merece esbozar elogios para este educador de generaciones que, junto a la net, el balón y los sueños, forma niños y jóvenes para el alto rendimiento en Artemisa.
No es Eugenio George, Antonio Perdomo u Orlando Samuel. Tampoco tiene la suerte de ofrecer sus consejos en el Cerro Pelado. No es campeón olímpico, ni de la Liga Mundial. No tiene el título de licenciado, pero ostenta uno más gratificante: el de amigo de los niños, de educador de pueblo, de ser el profe Eduardo del voleibol.
Su labor se desarrolla sobre la cancha de la escuela primaria Domingo Lence Novo, en San Antonio de los Baños. Está cada tarde junto a sus discípulos. Asesoría, enseñanza y corrección, resultan sustantivos perfectos para caracterizarlo. Buscar el dominio de la técnica en el recibo perfecto, el pase elegante y el remate que perfore la defensa del contrario, forman parte de su itinerario.
Desde joven se enamoró del deporte de la malla alta. En esta disciplina deportiva sabe de triunfos y fracasos, ingratitudes y elogios. Sabe de la entrega, el sacrificio y los desvelos por llegar a la corona. Sabe que el sudor en la camiseta y el sol de las tardes tatuado sobre el rostro, representan el sello del deber.
Eduardo Rodríguez es su nombre, un mortal lleno de modestia, un hacedor de quimeras cuando se habla de trabajo. Sabe reparar la net, coger el ponche a un balón para no dejar de entrenar, pintar el área de juego y hasta pitar un partido como imparcial, para que no se suspenda.
Sabe también del llanto de sus niñas, cuando aflora el revés en la cancha. Y de la sonrisa después del triunfo. Eso lo hace crecer como hombre, educador y persona.
Se mortifica cuando algo no anda bien. Cuando le exigen resultados y solo tiene dos pelotas para trabajar. Sin embargo, una y otra vez insiste sobre la cancha. No le importan los obstáculos. Los vence.
Este ariguanabense de piel rojiza y blanca cabellera, repara sueños en busca de la corona final para sus alumnos. En eso es un arquitecto del deporte.
Reclamar derechos luego de ganar el prestigio que hoy ostenta, lo hace grande. Todo en bien de su deporte. Es feliz con el saludo de sus niñas en la cancha, en la calle o la propia aula. Eso lo llena de espiritualidad. Su vida tiene un destino: el voleibol.


