La vejez me asusta. Me asusta porque habla de los abuelos y de aprender a perder. Un día ya no pueden correr, ni inclinarse, ni recordar. Solo logran conformarse una y otra vez. Mi abuelo lo supo cuando dejó atrás la pizarra, los números, las camisas, y (casi) lo mismo con el cigarro porque su corazón funcionaba lento.
Aún me entristece su partida. Me asusta, sobre todo, la posibilidad de olvidar su voz. La vejez no me convence porque aunque hable de los abuelos también cuenta algo de la muerte.
Cuando llegué este verano a Bahía Honda y papi ya no estaba, interrogué disimuladamente a cuantos familiares pude, y siempre encontré en todos la misma disposición de interrumpir la paz de sus recuerdos y hurgar (por mí) en las heridas que quedaron aquel día… para coincidir en algo: Ricardito se hacía querer.
En este punto esa personalidad sin barreras le abrió muchos caminos. No son simples definiciones epidérmicas.
Mi abuelo fue, además de mi amigo, el amigo de todos.
Nos veíamos en agosto y cada tarde terminábamos sentados en el portal. Él en el sillón de la derecha. Me hablaba mucho. Tenía tantas historias que de seguro algunas decidió mantenerlas en secreto. Sin embargo, no pienso en ello, porque mucho también nos dejó.
Me quedaron sus recuerdos y una agenda de 2016 con el alfabeto griego en la primera página. La cadena de plata y los espejuelos sobre la misma mesita del cenicero.
Su muerte me habla de la nostalgia y de las cosas que “papi Ricardo” no llegará a vivir con sus nietos. Pienso en lo que nos enseñó y el poco tiempo que tuvimos para agradecerle.
Mi abuelo no está, pero está. Porque a pesar de esas irregularidades tú y yo lo sabemos: todo es muerte menos el amor.