Dayra tiene la voz cansada de intentar despertar cada día a su hijo. Hugo no dice nada. Lleva dos meses en silencio. Me habría gustado conocerlo bajo otras circunstancias, en una librería, en el parque o como deportista de alto rendimiento. Hoy hace 60 días desde aquella vez, cuando una sobredosis puso en pausa las vidas de todos.
“Mi niño era muy alegre, le gustaba salir con los muchachos del barrio y divertirse. Las noches se hacían cada vez más largas, y yo —imagínense— me quedaba despierta a esperarlo. Nunca sospeché nada, estaba acostumbrada.
“Al principio solo escuchaba música muy alta en su cuarto. Luego dejó de ir a la escuela y pasaba el día encerrado. Cada vez faltaban más cosas en la casa (un vaso, un teléfono), y cuando le preguntabas se ponía agresivo.
Ya no me hablaba. El silencio se rompió una madrugada, cuando mis gritos llenaron la casa”.
Sé que Hugo temblaba y tenía el rostro de un desconocido congelado en aquel gesto. ¿Cuánto tiene que doler la vida para elegir los químicos sobre el futuro?
“Yo concerté una consulta con una psicóloga amiga mía. Estuvo de acuerdo con ir a verla, y seguimos sus instrucciones. Los primeros días fueron los más complicados. Dejó de consumir y, aun en la ausencia aparente de los químicos, nunca logré devolverle la luz a mi hijo.
“Comenzó a verse raro, caminaba por toda la casa, se mordía las uñas. Su mirada no era la misma. Una tarde regresé del trabajo y solo encontré su ausencia. Yo lo supe enseguida. Y desde entonces estamos en este hospital”.
Dayra ha aprendido a identificarlos. A los adolescentes perdidos, víctimas de una moda. Los conoce por sus ojos. Porque se tambalean sobre sus pies pequeños y se van del mundo. Se parecen a Hugo.
No hay un ápice de ficción, es la realidad de muchas madres. ¿Acaso se ha normalizado la proliferación de un vicio que reserva un pasaje directo a la muerte? ¿Alguien ya encontró la solución?
Pensé terminar esta crónica cuando Hugo despertara. Así podría contarme su historia, pero algunas veces son de muerte y despedidas. Aunque suene a paradoja y las paradojas son siempre cosas peligrosas, para nada es menos cierto: hay días como cristales, hay días que no deberían ser.