El único ser humano capaz de saltar nueve metros fue el cubano Iván Pedroso. Muchos lo saben. No solo por sus cuatro coronas en campeonatos mundiales al aire libre y otras cinco bajo techo. Ni siquiera por el cetro olímpico ni los tres títulos en Juegos Panamericanos.
o saben porque estuvo muy cerca. Tras el tercer lugar en los Panamericanos de La Habana’91 y el cuarto en las Olimpiadas de Barcelona’92, ya nadie podría arrebatarle el sitio de honor en cada competencia. Ni el viento parecía apto para impedirle volar hasta donde ningún terrícola había llegado antes.
Lo advirtió a los practicantes y aficionados al salto largo, en 1993, en el Campeonato Mundial bajo techo celebrado en Toronto. A partir de entonces, comenzó su reinado; el resto de los concursantes tuvieron que conformarse con las platas y los bronces, en Barcelona’95, París’97, Maebashi’99 y Lisboa’2001. Igualmente sucedió en los mundiales al aire libre. Una lesión mostró que no había más campeón que él, y lo confirmó en Atenas’97, Sevilla’99 y Edmonton’2001.
Otra lesión en 1996 se interpuso entre nuestro Iván —el terrible sobre los tanques de salto— y el oro olímpico. De todos modos, los expertos y el público avizoraban que la coronación apenas se había pospuesto.
De tanto sobrevolar los ocho metros, de tanto estirarse en el viento durante una década, ¿quién más sería el zar del salto de longitud?
Así que en Sidney 2000, en una final emocionante como pocas, ante un atleta local, superó al australiano Jai Taurima con un último vuelo de 8,55 metros.
Pedroso fue un ídolo en Cuba… y en otras tierras. En los países más desarrollados se rinden ante el talento del saltamontes cubano. Para muchos, el nacido en La Habana el 17 de diciembre de 1972, rompió el récord mundial en Sestriere (Italia), con brinco de 8,96 metros, al superar por un centímetro la marca del estadounidense Mike Powell.
La grandísima felicidad de ese instante se trocó en infortunio, cuando la Federación Internacional de Atletismo decidió anular la plusmarca, porque en el momento del salto había un juez delante del anemómetro, que obstruía la medición real del viento. Aquel día, en casa, frente al televisor, sentí que ya no habría vuelo sobre los nueve metros. Fue un balde de agua fría, un lastre sobre la carrera del impetuoso joven. Aún hoy, esa distancia queda reservada para otro inmortal.