Será que desde niño corrí sobre el pedraplén jugando a los escondidos, entre el barrio y la brisa, sin saber que aquel aire se quedaría conmigo para siempre.
Será que el amor de mis padres me contagió el mío por la prosa de Martí, por los versos que hablaban de palmas y estrellas, por la certeza de que la Patria no es solo un suelo, sino un latido compartido.
Será que aprendí a medir el tiempo por el pregón del panadero, por el silbido del vecino que saluda desde el techo, por las décimas que mi papá improvisaba cuando, a veces, tocaba la guitarra.
Será que la noche antes del matutino repasaba frente al espejo, con el uniforme listo en el sillón, y con nervios. Aunque luego desaparecieran cuando, al día siguiente en lo último de la fila, estaba mi mamá sonriendo.
Será que el olor a café me devuelve a la escuela al campo, al frío de la madrugada en las lomas, a las risas que espantaban el sueño y al eco de las canciones que sonaban bajito entre los cafetales.
Será que descubrí la belleza en lo cotidiano: en una guagua repleta que de alguna forma siempre tiene espacio para uno más, en una risa que desarma el cansancio, en una mesa que se alarga para que nadie “coma” solo.
Será que Cuba es el mar que me rodea y no me encierra, que es promesa y raíz, que es la voz de un trovador cantando “Quién fuera tu trovador…” y es también la esperanza que cabe en una papalote que subía al cielo de cualquier parque.
Será que no sé amar sin intensidad, sin esa mezcla de orgullo y desvelo, sin la certeza de que, aunque duela a veces, este amor por la isla es irrenunciable.
Será que Cuba, más que un país, es la historia que llevo a cuestas, el idioma en el que sueño, la nostalgia que ni la distancia puede borrar.
Será que, al final, uno siempre vuelve a donde más le duele y más le ama.
Será que, si me preguntan de dónde soy, no tengo que pensarlo: soy de aquí. Soy cubano. Siempre.