Elena ve a Martí como un verso… en muchos libros. Daniela lo imagina empinando una cometa, rodeado de hijos. No tiene el rostro serio de sus apenas 30 fotos, sino cara de felicidad. Tampoco prevalece el color sepia, sino el verde, el rojo, el amarillo, el azul… El hombre de La Edad de Oro ha hecho realidad su sueño y el de los niños.
Giselle lo sabe en su jardín, ese sin cardo ni oruga para quien le arranca el corazón. Allí solo cultiva rosas blancas. No podía ser de otro modo quien ella estima como el padre amoroso de todos los niños. Únicamente tomó un arma porque, a la vez, “se sentía hijo de América, y le dedicó la vida”.
Dice Laura que alguien habría de llevarnos a través del tiempo, a observarle por una rendija maravillosa allá en el Abra, en Oregón, en Tampa, en Guatemala y México.
Le gustaría descubrir los horrores que presenció en la niñez, escuchar sus clases llenas de pasión (incluso las gratuitas y de noche, a trabajadores en Nueva York), oírle inflamar de patriotismo a otros cubanos y verle soñar sobre una hamaca las historias que escribiría en la más hermosa de las revistas.
Para Gabriela ya llegó la hora de no romantizarlo más, ni de repetirle en los mismos hechos, cuando su obra atesora tantas páginas extraordinarias, cuando marcó la historia por todo lo que aún es: un eco de libertad.
Deberíamos aprender de los niños de una vez por todas. Ellos nacen sin dogmas ni prejuicios. Entienden el mundo con la sencillez de quien ve hasta el corazón, sin estereotipos ni extremos.
Su Martí no es santo ni hombre de armas, sino un ser humano que tenía idéntico anhelo para cada cual: vivir como en este dibujo, feliz, rodeado de chicos, entre las flores y palmas de su Patria, aunque para ello tuvo que montar sobre un caballo blanco y cabalgar entre las balas.