A propósito de los 54 años del personaje Elpidio Valdés, creado allá, por agosto de 1970, en la historieta devenida uno de los símbolos de nuestra cubanía; se me ocurre que la identidad es de las cosas más urgente que debemos salvar en medio de tantas complejidades.
El personaje vió la luz en el semanario Pionero en 1970 y ya en 1980, la revista Zunzún publicaba las gustadas caricaturas en sus páginas.
Destaca el Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica (ICAIC) que el éxito de entonces, animó a su creador, Juan Padrón, a adaptar las aventuras del valiente mambí al mundo de la animación.
Largometrajes, cortometrajes y serie para la Televisión, son referentes de una acuciosa investigación por parte de Juan, cuyo personaje se hizo emblema de la cultura cubana.
Y hablamos de un fenómeno que no se limita a la gracia de la crítica de arte o los marcos de la institucionalidad. La sentencia popular, aunque muchas veces no sea absoluta, ni justa, tiene incalculable efecto por el valor de lo espontáneo.
De eso se trata la fuerza de la identidad, de no ceñirla a teorías o debates. Que no quede en ensayos, artículos, deseos, estrategias, propósito; necesita ser, fluir, estar entre nosotros, la pensemos o no.
Elpidio fue y es un ejemplo de buen tino para punzarnos el orgullo, la criollidad, el humor, dígase casi todas nuestras esencias.
¿Qué cubano que se crió con las aventuras del personaje mambí, no tiene un repertorio de frases en la cabeza y en silencio brotan como vendaval cuando algo se lo recuerda? Y emanan entre risas o nostalgias, pero con seguridad, generan buenas sensaciones.
Desde ahí, desde el sentimiento de lo propio y lo valeroso contado con frescura, nadie puede negar la historia, nadie puede desconocer la hazaña ni los genes simbólicos de la nacionalidad.
El sentido común, como el de pertenencia, precisan resortes genuinos, a veces inocentes o motivaciones pensadas de una manera tan verosímil que conmueva a la inocencia tanto como lo hacen las muchas herramientas de las industrias culturales para lograr el fenómeno opuesto a la identidad.
Yo conozco y seguro los conece usted, no pocos amigos que grababan antes, descargan o buscan ahora en Youtube, los episodios de Elpidio Valdés para que no se los pierdan sus hijos criados en otras tierras lejos de Cuba.
Aunque el genio de Juan Padrón es irrepetible y este tipo de genialidades no surjan de forma tan frecuente, probablemente somos capaces de crear contenidos que merezcan trascender, o simplemente mover la sensibilidad colectiva, la conciencia.
De hecho, hay éxitos en la misma animación como la serie Pubertad, la investigadora Fernanda «mi socia», Claudia y Alejandro, y otros simpáticos y no tan antiguos, sin llegar a los clásicos: Matojo, Chuncha, los Filminutos, Vampiros en La Habana, Guaso y Carburo, Cecilín y Coti, La isla del Coco, los soldaditos del huerto, los pioneros con sed de saber más sobre las hazañas de la lucha clandestina durante la República y tantos que nos dejaron huella.
Los animados no son los únicos que tributan a la identidad, aunque sí lo hacen desde temprano, el cine lo ha logrado desde todas sus aristas, la música, la literatura, el deporte, la ciencia, la educación; que hace rato precisa métodos auténticos y gente que lo sienta para poderlo transmitir.
Tiene que sentirlo la familia, a cada quien debería importarle qué idioma hablamos, desde que raíces se alimenta nuestro espíritu. Tenemos que saber que la espiritualidad no es tan abstracta ni tan prescindible. Debe preocuparnos si es importante que nuestros hijos y nietos serán tan cubanos como nosotros, si las verdades y los mitos se construyen, si la vida va más allá de respirar y tener.
Habremos de entender que hay chistes y memes comiquísimos pero las líneas entre el humor y el mal gusto son también finísimas. La ignorancia no puede ser extrema, ni permitirnos vivir tan ciegos ante el absurdo de ensuciar hasta lo indecible la imagen que damos al mundo de nosotros mismos. Sí tiene que importar el respeto a lo autóctono, al vino por más amargo, a la casa, que tradicionalmente, nadie quiere mostrar regada y al aquello de que la familia es sagrada.
La identidad es tan necesaria que si está, pesa a la hora de tomar decisiones o te hace sufrir cuando las tomas en detrimento de ella. La masa de la identidad aplasta, o eleva cuando resulta prioridad. No engorda, ni viste, ni calza, pero es un lujo que debería ser corriente y no exclusivo de pocos.
Ojalá alcance a multiplicarse todavía, ojalá podamos predicarla por medio de la irrefutable convicción de lo sabroso que cala en las entrañas. Basta repetir una de aquellas frases del pillo manigüero y me lo creerás: «¡Váyase y domine ese rifle!»