Cuando un trabajador de Salud Pública, Cultura Física, Educación, entre otros sectores, le comunica a su familia sobre un viaje de colaboración al extranjero, la noticia suele generar sentimientos encontrados. Por un lado la distancia del ser querido, los temores propios de quien asume por primera vez la travesía, pero también el orgullo, el efecto de esta contribución en la economía del hogar y, sí, la solidaridad arraigada en el alma de los cubanos.
Se sabe que la filosofía de ayudar a los demás singulariza a nuestro pueblo, como una especie de pacto colectivo que el Comandante en Jefe definiera en uno de sus discursos en 1988: “Ser internacionalistas es saldar nuestra propia deuda con la humanidad”.
Los cubanos hemos dejado una huella perdurable de respeto y dedicación en cientos de naciones, pese a las persistentes falacias de quienes denigran estos convenios entre gobiernos y pueblos soberanos. Y aunque muchos crean que salir del país no entraña riesgo alguno, habría que preguntarle a los médicos secuestrados en Kenia desde abril de 2019.
En cambio, no siempre esa solidaridad se expresa del mismo modo dentro de nuestras fronteras. La actitud prepotente y abusiva de algunos “ejemplares” entristece tanto en la interacción cotidiana, como en el ámbito virtual.
Hay quien le cuesta hasta dar los buenos días, sonreír al cliente, aunque le paguen por ello, abrir la boca para orientar, o escuchar las preocupaciones del vecino.
Otros humillan a sus semejantes a bordo de un vehículo, que vacío, pasa de largo en la parada; ponen precio a los medicamentos comprados por debajo del telón, y de paso, al bienestar de los demás; imponen una carrera desenfrenada de precios absurdos a lo que, sin dudas, les pertenece, mientras desconocen la empatía y la racionalidad.
Hay experiencias de momentos muy duros del llamado Período Especial en Tiempo de Paz, en los que el aporte de todos alimentó a muchas familias en nuestros barrios. Pero en verdad todavía hay jóvenes, y otros no tanto, que dedican parte de su tiempo a hacer felices a los demás en cuanta labor demande de su ternura. Los gestos de amor hacia niños, ancianos y desvalidos nos permiten creer que al menos no será preciso importar valores.
La dicha se agiganta en tanto más se comparte, de ahí el deseo de extender la hermandad, de ser preciso, hasta el infinito. Nos convoca el 31 de agosto, Día Internacional de la Solidaridad, y cada amanecer en un barrio común de este archipiélago, con la pizca de sal, el buchito de café y la cubanía. Si a la dureza de estos tiempos le ponemos, entre todos, fibra criolla, será un antídoto al egoísmo y la apatía.