No hay otro país en el mundo donde tu vecino sea tu gran amigo, el que corre cuando lo necesitas, te dice si ya llegó el pan o te ayuda con el poquito de sal imprescindible.
Tampoco hay otro donde tus niños y los de al lado anden juntos en cualquiera de las dos casas, correteando todo el tiempo. Ni en ningún otro cuelan café o hacen un dulce y te llaman, o te llevan, para que lo pruebes, sin importar que tú también tengas o no.
Esa solidaridad es típica de los barrios cubanos, de los CDR, de los valores promovidos por la Revolución. Nadie puede negarlo.
Tal familiaridad del cubano no viaja con él cuando se marcha para siempre a otro suelo; es propia de este pedazo de tierra. Tampoco la impuso el Gobierno ni ninguna ley: es un fenómeno espontáneo del ser humano que se forjó en estos más de 60 años de sociedad socialista.
Así que trabajas o estudias y regresas a casa después, pero no cierras del todo las puertas tras de ti, porque tu hogar incluye también al vecino que viene a conversar, o porque tú mismo sigues hacia otra puerta, a darle un abrazo a la vecina anciana que es como tu otra madre y la de tus muchachos.
Y esa nobleza de gente común tiene el sello indiscutible de los CDR, organización que sigue cumpliendo años, pero, en lugar de permitirle avejentarse o desaparecer, debemos rejuvenecerla. ¿Cómo? Preguntémosles precisamente a los jóvenes cómo quieren que sea su CDR, no a la manera de hace seis décadas, sino con el dinamismo de hoy.
Renunciar a los CDR sería renunciar a lo más humano de Cuba, del amigo del barrio, ese que es para siempre, y de la lucha con participación popular contra quienes nos hacen la vida más difícil a los demás, contra quienes se introducen a robar en nuestras viviendas o en las bodegas.
Por eso, sobre todo en el pueblo al que Fidel llamó el más revolucionario de Cuba, los CDR no pueden caer.