Han pasado muchos años, pero estoy convencida de haberlo escuchado por primera vez en una pequeña guagua, mi transporte habitual hacia la secundaria básica. Corrían los años 1999, 2000. Landy, el chofer del ómnibus destinado a recorrido de trabajadores del Complejo Las Terrazas, colocaba cada amanecer –invariablemente- las mismas canciones en la reproductora de casetes.
Una voz masculina se hacía acompañar de un conjunto en la interpretación de melodías frescas, ideales para iniciar con buena energía la jornada. ¿Quiénes eran los hacedores de aquella música raigalmente guajira tanto por sus instrumentos, acordes como letras? Unos perfectos desconocidos, probablemente, no solo para mí.
Inicialmente aquello sonó “del año de la bomba” a mis oídos de adolescente, ávidos de escuchar ritmos más modernos al estilo de los Backstreet Boys; sin embargo, poco a poco, comenzaron a parecerme tonadas hermosas que ciertamente impregnaban de un ambiente agradable la travesía.
Tiempo después, la radio y la televisión nacional sorprendieron a la audiencia cubana con la música singularísima de Polo Montañez y su grupo, que tanto habíamos escuchado los viajeros. Un cantautor guajiro revelado por un empresario extranjero, triunfaba en predios foráneos para luego ser difundido a gran escala en su país. ¡De película!
Pero no. Fernando Borrego Linares, es decir, Polo, había estado en las montañas de la Sierra del Rosario desde el 5 de junio de 1955, cuando vino al mundo. Hijo de un matrimonio de origen muy humilde, de familia numerosa, seguiría los principios de la moral campesina en que fue educado: laboriosidad, respeto y modestia.
Su vocación por la música, de naturaleza genética, se afianzó en el contexto en que creció donde eran habituales los jolgorios. En aquel lomerío, cuesta arriba y cuesta abajo, andaba y desandaba los trillos siempre cantando y sacando ritmo a casi cualquier objeto.
La difícil situación económica de la familia determinó que desde temprana edad se incorporara al trabajo. Polo realizó diversas labores relacionadas con el quehacer campesino para el sustento, pero nunca abandonó su pasión.Con una formación absolutamente autodidacta, aprendió a tocar varios instrumentos, interpretaba un amplio repertorio, fundamentalmente de la música tradicional cubana, y compuso muchísimos temas.
La suya es una poesía fresca, transparente, auténtica, que como él mismo afirmó, “sale del corazón”, con la misma gracia que brota el manantial de las entrañas de la tierra.
Había tal naturalidad en él, que ni el brillo de un montón de estrellas, ni el esplendor de la fama, cambiaron su carácter noble, sencillo, bromista, su cubanía desbordada en gestos y frases. Asumió la gloria con humildad, orgulloso de ser quien era, de representar a su país con guayabera y sombrero en cualquier escenario. Y eso que no debió ser fácil “salir de atrás de una mata de mango y de pronto caer en París”, como decía.
Congregaba multitudes en Europa, Latinoamérica, por toda Cuba. Regresaba a su terruño a disfrutar de la naturaleza, a conversar con sus vecinos, amigos, a dibujar para los niños, posar en fotos o firmar autógrafos a cualquiera; hasta podía irse con sus compañeros a cortar caña un día de inauguración de zafra. Así era Polo.
Mostró siempre preocupación por las necesidades humanas: visitó enfermos, afectados por huracanes, realizó diversos donativos a instituciones, personas, y regaló su arte en escuelas y universidades.
Un ser humano excepcional, pródigo de amor a sus semejantes y a la vida. Sus creaciones catalizan ese sentimiento en las más variadas formas, es por eso que le cantó a la pareja, a la amistad, al pueblo natal, a José Martí, a su guitarra…
Con su carisma, talento y autenticidad, Polo conquistó un lugar en el corazón de su pueblo. ¿Cómo podría entonces olvidar yo a aquel cantante que descubrí por primera vez siendo una adolescente? Cuba entera y más allá de sus confines lo escuchan aún entonar su estribillo: “Aunque yo sea guajiro natural…”.