La frustración es para los adultos difícil de afrontar y controlar, y no lo es menos para los niños. Lo cierto es, que a los padres nos corresponde, asumir el rol de moderadores y educar a nuestros hijos en virtud de su bienestar.
La competitividad suele ser demonizada, cuando al contrario es una herramienta efectiva para motivar en los pequeños el interés por mejorar y superarse, ya sea en un deporte, un talento, en las artes, o tan sólo, en ser buenos compañeros o amigos.
Si nuestro hijo no gana, nos sentimos mal, porque sabemos el esfuerzo que puso en la tarea, pero la vía no es alentar ese sentimiento negativo, sino aprovecharlo. Porque también en la derrota hay enseñanza y conocimiento.
¿Por qué no cultivar en ellos el gozo por el éxito ajeno? ¿O el incentivo para hacerlo mejor la próxima? ¿O el respeto y admiración por el esfuerzo y conquistas del otro?
En este mundo nuestro hoy se ha puesto de moda minimizar las victorias que no nos pertenecen, por recelo o algún otro pobre sentimiento. Y las plataformas mediáticas son -otra vez- tarima para exponerlos. ¿Está bien reclamar intereses personales incluso opacando a los demás? ¿Nos gustaría si fuera al revés?
No hay nada de malo en perder, como no lo hay en ganar. Dejemos de creer, y de enseñar, que no hay valor en esos que ganan, si no nos toca de cerca, si no viene de nosotros la gloria. Demos a nuestros hijos razones para ser conformes y felices emocionalmente, independiente del resultado.
Empatía. Es una palabra cuyo significado, “capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos”, está en peligro de extinción -si no lo es ya- que viene a explicar este tipo de comportamiento abusivo.
Los niños ven el mundo tal y como se lo mostramos, empecemos por ser más empáticos nosotros, más justos y eduquemos pequeños felices y amorosos. A veces, ganar es saber perder.