Aunque esa tradición no es nuestra, cada 6 de enero los Reyes Magos visitan muchas casas en Cuba. Y por larga que sea la distancia entre el Medio Oriente y las Antillas, nada se compara con la odisea de padres y abuelos a fin de prepararse para la llegada de los tres monarcas.
Debo confesar que fui una niña a la cual el misticismo en torno a la celebración le fue arrebatado muy temprano, por ese niño aguafiestas presente en casi todas las aulas.
Sé que mis padres sintieron alivio. Desde entonces, cada enero me obsequiaban algo verdaderamente necesario: lápices de colores, libretas, libros, adornos para el pelo, mochilas, medias… hasta zapatos. Nunca tuve bebés chillones ni muñecas esbeltas, salvo en algún cumpleaños especial.
Tampoco recibí nada alarmante en los ’90, cuando ni alcanzamos a conocer de juguetes básicos, no básicos y dirigidos.
Sin importar mi experiencia de niña, no dejo de creer, como madre, que la magia de esos reyes va muy bien con la inocencia de los pequeños, planeada de manera saludable.
Más allá de la redacción de la cartica, la yerba y el agua para los camellos agotados que llegarán al trópico, los sucesos alrededor del Día de Reyes casi siempre despiertan más frustración en los padres que en los niños.
Hace poco leí el comentario en Facebook de una madre cubana, acongojada por vivir en un país “tan pobre que roba a sus hijos la posibilidad de alcanzar el juguete deseado”.
Pero sentirse mal por no cumplir las expectativas de quienes sueñan con cohetes espaciales, bicicletas superrápidas y castillos gigantes con princesas dentro, prueba que algo no va bien en el camino de la formación.
No porque cualquier niño de estos tiempos desee un teléfono inteligente, con datos móviles para descargar los muñes de YouTube, lo complaceremos. ¿Verdad?
Tal vez usamos a esos reyes como pretexto para influir en su comportamiento durante el año, y luego no satisfacemos ni el primer pedido de una carta llena de peticiones. Eso me parece un fallo peor.
¿Quién no sabe que el cajón de los juguetes de cualquier niño o niña tiene más en común con un taller de piezas y repuestos, que con una impresionante juguetería? ¿Quién no entiende que la magia del juguete nuevo dura solo 72 horas, y justo entonces volverán a abrazar el viejo pomo de champú o la tapa de la olla?
También reconozco que, ante esta subida de los precios, hasta una pistolita de agua podría dejarnos sin aliento.
Por eso, admiro la creatividad de una amiga que, con recortes de foami, resucitó un cintillo viejo en una hermosa corona, y convirtió un alambre finito en una varita de colores. Dice ella que en estos días hará un antifaz y un sombrero de brujas.
Y es que cualquier día del año es bueno para demostrar a nuestros hijos que la magia de los regalos no está en la valía o el tamaño del juguete. Créanme, siempre será más fácil comprar lo que ellos desean que llevarlos por el camino de la felicidad… sin que esta dependa de abrazar muñecos caros.