Hay hombres y mujeres que dejan huellas en otros a su paso por la vida… y permanecen intactas a pesar de los años. Son legados, sentimientos, valores bien inculcados a partir de la impronta de seres especiales, como los maestros. Hoy escribo acerca de José Morales Milián. He aquí su historia.
Al parecer no puede quedarse sentado en casa. Se siente fuerte todavía y sabe que requieren su ayuda. A este Máster en Educación Primaria, con 49 años de trabajo en el sector, va mi gratitud y la de muchos.
Tenía solo 16 años cuando comenzó el magisterio, en las lomas de San Cristóbal, tras un curso de emergente de 15 días. Para Cuba la educación era una necesidad de primer orden. Pero José no quedó conforme; quería aprender más y ser un mejor maestro.
“Observaba detalladamente cada una de las clases que impartían en estas escuelitas en el campo. Participaba como un discípulo más. Todos pensaban que me iba a volver loco; apenas tenía tiempo para otra cosa: instruía a mis alumnos y recibía lecciones de mis profesores casi a la vez.
“Mis estudiantes tenían mi edad, y era complejo: estaban en segundo y tercer grados. Fue tanto el sacrificio que pasé de ser enseñado a enseñar a quienes me habían ayudado; cuatro años los guie como asesor técnico de montañas en el consejo popular El Cuzco, de Las Terrazas”.
En esas escuelitas quedó parte de su vida. “Tenía grados múltiples, desde preescolar hasta sexto grado, y si pasaban de 15 muchachos era mucho. En una ocasión me transfirieron a una zona más intricada con un solo alumno. A ese me lo llevaba para mi casa; ya no era mi alumno, sino mi hijo.
“Me llamaron la atención, pues lo que estaba haciendo era incorrecto. Así que volvimos al aula, hasta que se rompió una pierna jugando en el monte, el único entretenimiento de los muchachos de montañas. Me lo eché al lomo, como dicen, loma arriba y loma abajo. Aunque perdiera mi título, decidí llevarlo a casa.
“Ese niño hoy es como mi familia y no deja de ir a verme semana por semana. La gratitud que veo en sus ojos, y en la de muchos más, es el regalo más grande que la vida pueda regalar a un maestro. Ese presente no tiene precio.
“En Candelaria, por donde pase y lo que necesite, el profe lo tiene al seguro, sea cual sea el problema. Mis alumnos, hoy médicos, abogados, licenciados en Diseño, farmacéuticos y hasta ingenieros agrónomos… por el maestro, lo que sea. Mi vida no ha podido ser más plena”.
Son huellas que permanecen intactas y se vuelven murallas ante la vida.
En 2011 José se hizo Máster en su especialidad. Fue director de escuelas, metodólogo, inspector, durante siete años atendió a Educación por el Partido, y suma seis cursos enseñando a jóvenes que apenas comienzan en el venturoso andar del magisterio, en la Escuela Pedagógica Rubén Martínez Villena, de Alquízar.
Ya tiene nietos y bisnietos, y dice que es exigente con ellos en casa, pues con la educación la familiaridad no baja los niveles de rigor. Sus dos hijas son maestras como él, además el varón se graduó como ingeniero.
“Mi graduación de Máster fue el mismo día de una de mis hijas. Estábamos juntos en el aula. Los profesores del jurado no querían evaluarme, pues también les impartía clases. Esa es otra de las memorias más gratas que me ha dado el educar”.
José ostenta medallas y distinciones como la Rafael María de Mendive, 28 de Septiembre, José de la Luz y Caballero y Defensa de la Patria, entre otros logros año tras año. Lo miro y veo a mis profes; quizás vienen en un mismo molde, con la misión de inspirar y contagiar de altruismo a los jóvenes que hoy se forman como pedagogos.
Cuando abrí la puerta de su aula, insistía en recomendaciones a sus estudiantes. “Deben recordarle a los niños que la hache no suena, en eso se equivocan mucho, que los números primos son solo divisibles por uno y por ellos mismos”. Así otra vez me remontó a mi aula.
En él y en esos que siembran y riegan valores en las manos más pequeñas, que muestran cómo apretarlos contra el pecho, nos hablan de Martí e inculcan el amor a cuanto somos, con la paciencia y vocación para moldear espíritus y apuntalar el futuro, en ellos… pienso cada día.
Añoro haber sido su alumna, porque los buenos maestros pueden tener diversos nombres y los rostros más disímiles, pero se parecen mucho en eso de dejar la piel y el corazón en cada clase, a veces sin importar siquiera si están dentro o fuera de la escuela.