Parapetado detrás de la cama escuchó el grito revelador: “¡Papá, estás ahí, te descubrí!” Ha estado siempre —y quizás ella lo sabe, aunque los años le harán entenderlo aun más—. Ha estado desde mucho antes, cuando apenas era un frijol germinando en el vientre materno, cuando todavía dentro bastaban sus manos afuera para acariciar y la voz que la hacía brincar en la bolsa acuosa: “Un beso, mi princesa”, cuando sus manos también enguantadas la ayudaron a nacer, cuando ha ido creciendo y creciendo.
Y no hay capricho que se resista ante ella, ni beso huidizo, ni preocupación que acongoje la sonrisa. Es ese, tal vez, el oficio de padre: ser cobija siempre por más huracanada que sople la vida.
A los padres —a los buenos padres, para ser justos— les toca llevar encima, sin cansancios ni descansos, todo el peso de sus hijos. Empieza desde que el espermatozoide se enfrasca en perseguir óvulos y no termina jamás, ni cuando los vástagos comienzan a llamarte “viejo” y los ves encanecer también, pero sigues llamándolos “niño”.
Es una vida entera de camuflarse en mil y un personajes diferentes al unísono, solo para eternizar los días de felicidad. Por eso los progenitores suelen convertirse en pistoleros, en paseadores de muñecas, en clientes de manicures —y hasta pueden ocultar las uñas pintadas debajo de las medias—, en veterinarios, en músicos, en bailarines, en mecánicos, en superhéroes…
Y tan solo a veces con la prisa cotidiana hacemos una pausa para reconocerles el tercer domingo de junio. En el calendario es su día, aunque verdaderamente lo sean los 365 del año.
Porque no se deja de ser padre jamás. La fecha tan solo deviene pretexto para regalar de un tirón las caricias todas y mimarlos como habitualmente hacen con otros. A veces en su pose paterno, o por humildad, suelen disimular tanto regocijo.
Mas, la de los padres debe ser una tarea titánica pese a que lo callen. Se saben el puerto seguro donde anclar todas las confidencias; la mano que corrige y levanta; el protector hasta de lo imposible; el horcón que únicamente suele estremecerse ante el más mínimo quebranto de sus hijos.
De a poco van puliéndose —desde los resabios hasta los valores— para esculpir en sus hijos lo mejor de sí. Con paciencia de orfebres labran la existencia como si pudiesen, incluso, aderezar los sinsabores de la cotidianidad.
Es un oficio de vida, lo saben, tan fascinante como arriesgado. Hay un sino de eternidad en los padres, una gratitud indecible, un amor fidelísimo que puede caber en la inmensidad de unos labios minúsculos que, a modo de beso, se tatúan en las mejillas.