Detrás de cada profesional, de un resultado científico novedoso, tras cada iniciativa de esas que salvan a un país bloqueado, o acompañando el más mínimo avance de un niño con discapacidad, está la mano salvadora de los maestros, ese ejército de luz que sorteando las mismas carencias que el resto, pone corazón y vida a la noble tarea de enseñar.
¿Qué forma a un maestro? Me pregunto mientras adivino una respuesta ligada al conocimiento y la sapiencia para transmitirlo, pero que sobre todo apunta a la consagración, al amor, a ese desprendimiento no siempre visto en los seres humanos de transmitir todo lo que se sabe, para que un día el alumno supere al maestro, sin rencores ni envidias.
Será por eso que no en todos existe la misma capacidad para educar, y nos encontramos entonces eruditos que andan por allá arriba, volando con sus saberes y sin embargo no hayan oído receptivo en sus estudiantes.
Mientras, otros con menos sapiencia, son capaces de guiar a sus pupilos, se hacen entender y más que eso nos enseñan a pensar y a aprender por nosotros mismos.
Porque de eso se trata educar: no basta repetir conceptos aprendidos de memoria ni poner orejeras a los estudiantes para que no vean más allá de sus narices. En una buena clase deben existir cuestionamientos, dudas, porqués, explicaciones y un consenso colectivo, para que la clase se parezca a la vida y surta efecto. No en balde aseguran que maestro no es cualquiera.
Si cada cual hace un ejercicio interno para pensar en quienes le formaron, vendrán siempre a la mente primero los profes más cariñosos y los extremadamente exigentes, los de las clases largas, los que en la incesante tarea de enseñar robaban horas de otros turnos o del receso para ir más allá de lo que tenían los libros, los de las guías de estudio interminables, los intolerantes al fraude.
Aparecerán ante nosotros esos que más allá de la clase se preocupaban por cada ausencia, y corrían a nuestras casas a ver qué pasaba. Los que incluso se desprendían de una merienda o un almuerzo para darlo a un alumno, o le repasaban en su horario de descanso a los de aprendizaje lento.
Carmela, esa maestra que en Conducta nos sacó lágrimas, anda por ahí multiplicada en miles, salvando a niños y adolescentes del ahogo que suponen la ignorancia y las conductas antisociales. Para esos profesores, educar va más allá de las ciencias y las letras y se involucra en el entramado social de cada alumno. Educar es también formar para la vida.
En esa lista de nombres pocas veces estarán los que por pura formalidad cumplían sus minutos de clases sin importar la asistencia o la participación.
Allí nunca estarán los complacidos con tener suspensos, o aquellos que esquemáticamente obligan a reproducir conceptos del libro de texto, sin razonamientos. En mi lista personal, por fortuna, hay muchos de los primeros, y pocos de los segundos.
A solo horas de celebrar en Cuba el Día del Educador, llegue a todos el reconocimiento, porque detrás de cada uno de nosotros, incluso detrás de estas líneas, hay muchos nombres imprescindibles que desde el anonimato, nos han salvado de vivir en la oscuridad que significa la ignorancia.