Tres años y un día antes de caer fulminado en el combate de Mar Verde, el 28 de noviembre de 1954, Ciro Redondo García escribió a Clara, su mamá, desde la cárcel en Isla de Pinos: “Sé que sufres mucho por mi ausencia, pero debes darte cuenta que como hijo de esta tierra, qué menos puedo hacer por ella sino es buscar su libertad.
“No te desanimes y piensa que hubo una madre que dio a la guerra sus cinco hijos, y como si esto fuera poco su esposo también murió peleando por Cuba libre”.
Quizás el mejor testimonio del patriota insigne de Artemisa lo cuenten más de una veintena de cartas dirigidas a familiares y amigos como Ofelia Piedra, a quien le devela su afán por el estudio de la Filosofía, Matemáticas y Economía Política en prisión, donde los moncadistas fundaron la Academia Ideológica Abel Santamaría, y una biblioteca en honor a Raúl Gómez García, ambos héroes de las acciones del 26 de julio.
En la lectura de estas joyas de nuestra historia no se aprecia un ápice de arrepentimiento en el joven de 25 años ascendido póstumamente a Comandante, que provocó la admiración del Che y la decisión de Fidel de bautizar a la columna insurrecta número 8 con su nombre.
En una de sus misivas a Ofelia, Ciro afirmaba no extrañar nada los bailes ni ninguna diversión. “Ahora pienso en nuestro futuro y lo que tendremos que luchar”, agregaba. Y fue ese espíritu indomable el que le acompañó durante el confinamiento, el exilio, el viaje en el Granma y la contienda guerrillera.
La correspondencia del artemiseño nos devela su constante preocupación por la familia y el deseo de que llegara el momento de abrazarlos nuevamente. A su papá le decía, desde la cárcel de Boniato, en septiembre de 1953: “no necesito absolutamente nada, no quiero que se preocupen por mí, puesto que estoy bien de salud”.

Se mantenía al tanto de la enfermedad de su madre y le pedía con frecuencia que se cuidara y siguiera las recomendaciones del doctor, pues mucho le habían asentado, y hasta había logrado engordar. Igualmente rechazaba el envío excesivo de mercancías; consideraba la difícil situación económica de los suyos. Solo quería “la tercera o cuarta parte” de todo lo recibido.
“Mándame a decir qué opinión tienen de nosotros las personas en la calle”, le pedía a doña Clara, un reflejo de su interés por la trascendencia popular de la mañana de la Santa Ana.
Desde la tinta, a veces borrosa, y bajo el cuño de censurado, puede descubrirse al muchacho que no sabía bailar, pero daba algunas vueltas; al amante del béisbol, siempre al tanto de los resultados del equipo Artemisa.
El que nunca dejaba de preguntar por su sobrinito y jaraneaba con las cervezas que solía disfrutar junto a su cuñado Efraín; que enviaba mensajes a sus “socias” y les aseguraba, mediante el amigo Elio Pérez, seguir siendo “el suave”.
En las cartas encontramos al hombre lleno de sueños fuera de los túmulos, una cruz en la Sierra y el nicho del Mausoleo.
¿Alguien duda la necesidad de desempolvar a los héroes? ¿Será comprendida por igual la historia cuando nuestros niños aprendan a leer, en formato digital, el epistolario de nuestros ídolos?
El museo municipal Manuel Isidro Méndez atesora el recuerdo y la esencia al desnudo del afable dependiente de la tienda Casa Cabrera, el joven apuesto que solía pasear en bicicleta o en el Buick de su padre Evaristo, pero no dudó en dejarlo todo atrás para emprender la etapa decisiva de nuestra alborada.
Este 9 de diciembre hubiera cumplido 91 años el heroico muchacho del barrio La Matilde, el mismo que, con una mezcla de nostalgia y entereza confesó a su amigo Joaquín, a pocos días de las pascuas de 1953: “es la primera vez que estoy lejos de los míos y eso me entristece, pero renuevo mi ánimo y pienso que bien vale el sacrificio, cuando por algo superior a todo eso me encuentro aquí, abrazado a un ideal que es el más sublime de todos, el ideal de buen cubano”.